
Feria de Navidad
on 3 enero, 2022 in Juan
1Juan 2, 29 — 3, 6
Hijos míos: Si ustedes saben que él es justo, sepan también que todo el que practica la justicia ha nacido de Él. ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a Él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en Él, se purifica, así como Él es puro. El que comete el pecado comete también la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad. Pero ustedes saben que Él se manifestó para quitar los pecados, y que Él no tiene pecado. El que permanece en Él, no peca, y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido.
Palabra de Dios
Comentario
Continuamos reflexionando, meditando, conociendo un poco más la primera Carta del apóstol san Juan, que –como ya lo dije en estos días– es la continuación de algún modo, la reafirmación de ciertas verdades que Juan dejó grabadas en su Evangelio, pero que después, por las debilidades humanas, hubo que volver a decir, volver a repetir, porque las comunidades cristianas, las primeras –recordá– también tuvieron los mismos problemas que tenemos nosotros hoy. Por eso, creo que nos hace bien. Y desde Algo del Evangelio, este proyecto de evangelización, intentaremos también en este año seguir distintos libros de la Palabra de Dios.
El Evangelio siempre está, podés buscarlo también en otro lado, podés escucharlo de otro sacerdote. Por eso quería que nos centremos en esta última semana de Navidad en estas palabras tan lindas. Así empieza Juan hoy: «Hijos míos», así llama a los fieles de su comunidad: «Hijos míos». Un corazón de padre, un apóstol que quiere transmitir la verdad de Jesús –la misma que Él recibió–, la revelación, esa gracia inmensa que recibió este apóstol para transmitir la verdad. Esa es la tarea de los pastores: transmitir la verdad, que aunque a veces duela, aunque a veces no nos guste tanto es la misión de aquel que evangeliza. Y este padre de comunidades, Juan el Evangelista, dice algo hoy que creo que nos llena de consuelo: «¡Miren cómo nos amó el Padre!». ¡Miremos cómo nos ama el Padre!
Muchas veces por nuestro olvido, por nuestra tibieza, terminamos dejando de lado una de las verdades esenciales de nuestra fe, ¿y cuál es? ¡Cuánto nos amó el Padre! «Tanto nos amó el Padre, que envió a su Hijo único al mundo», para que conociéramos la verdad, para que conociéramos el rostro de Él, para que a través del Hijo conozcamos al Padre. Entre Jesús y el Padre se da una asimilación perfecta, un espejo perfecto para que conozcamos al Padre.
Viste cuando alguien ama mucho a alguien, cuando un amigo, una amiga son verdaderamente amigos –valga la redundancia– y tanto se conocen, tanto se aman, que hasta de algún modo se parecen; viste cuando un hijo ama mucho a su padre y busca, de algún modo, imitarlo, finalmente se van asimilando tanto que se parecen, y no me refiero al aspecto exterior, sino al interior. Bueno, imaginemos esta verdad, cómo se da entre Jesús y el Padre; se da de manera plena y perfecta. Por eso mirando al Hijo, miramos al Padre: «Quien me ve a mí, ve al Padre». Por eso cuando escuchamos la Palabra de Dios, cuando nos compenetramos con ella, cuando asimilamos sus palabras, nosotros también nos vamos transformando en verdaderos hijos. «Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, dice san Juan, y nosotros lo somos realmente. Somos hijos de Dios, pero lo que seremos todavía no se ha manifestado». En la medida que vivamos la Palabra de Dios, en la medida que amemos como el Hijo ama, o sea, como el Padre quiso que Él ame y como Él cumplió su voluntad hasta el final; en la medida que logremos este camino, y lo vamos logrando, gracias a la gracia de Dios –valga la redundancia–, nos vamos pareciendo cada vez más al Hijo, que es Jesús. «Desde ahora, dice san Juan, somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado»; se manifestará cuando estemos cara a cara.
Mientras tanto, aquí, en la vida, siempre encontramos una gran distancia entre lo que somos y en el fondo debemos ser. Porque el somos significa la semilla de la divinidad que está grabada en nuestra interioridad, en nuestra alma, pero nuestras actitudes no siempre se condicen con esa verdad profunda. Y por eso tenemos que seguir siendo hijos cada día. Hoy seamos un poco más hijos, ¿y cómo seremos más hijos de Dios? Viviendo lo que Jesús nos enseñó. Viviendo este mandamiento nuevo, pero que en realidad no es nuevo, también dice san Juan: el mandamiento del amor, amando a los hermanos como Él los ama. Por eso volvemos al mensaje anterior de la Carta: «El que dice que ama a Dios, pero no ama a sus hermanos, es un mentiroso».
La verdadera prueba de que tenemos fe, de que creemos en Jesús, de que somos hijos de Dios, es que miremos a los que tenemos alrededor como hermanos, jamás como enemigos. Tenemos que restaurar en nuestro corazón la verdadera imagen que sembró el Creador en nuestras almas, el ser hijos y hermanos, a semejanza de Él. Pongamos la esperanza en Él. Pongamos nuestra fuerza en que, si contemplamos al Hijo, aun cuando pequemos, aun cuando caigamos, Él nos perdonará y nos restaurará, y Él manifestará su poder en nuestras vidas dándonos la fuerza para amar como Él nos ama.