I Viernes de adviento

on 4 diciembre, 2020 in

Mateo 9, 27-31

Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David.»

Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó:

«¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?»

Ellos le respondieron: «Sí, Señor.»

Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como ustedes han creído.»

Y se les abrieron sus ojos.

Entonces Jesús les exigió: «¡Cuidado! Que nadie lo sepa.»

Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.

Palabra del Señor

Comentario

Solo el deseo genuino y verdadero y profundo de poder ver algún día a Jesús, de poder estar con él, nos mantiene alertas, nos mantiene vigilantes, nos mantiene en vela. Como escuchábamos en el evangelio del domingo anterior: «Estén vigilantes, estén preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora». Esto que parece a veces medio terrorífico, en realidad es la invitación de Jesús más linda y más grande: el tener el corazón, de algún modo, despierto para que su amor no pase inadvertido por nosotros; porque a veces estamos tan dormidos. A veces tenemos las esperanzas tan caídas –por decirlo de alguna manera–, tan anestesiadas. Porque en realidad la gran esperanza, que es Jesús, está al lado nuestro y las preocupaciones, las corridas, los deseos pasajeros, que a veces nos colman el corazón y no dan espacio para Jesús, hacen que no nos demos cuenta que Jesús ya está.

En este tiempo de Adviento estamos, de algún modo, preparándonos para la venida del Señor. Pero, en realidad, la liturgia también nos hace darnos cuenta que Jesús ya está, que en realidad tenemos que levantar la cabeza ahora, que en realidad tenemos que disfrutar de su presencia, que en realidad tenemos que estar atentos ahora, en este momento, y no esperar grandes cosas al final. Es algo que tenemos que pedir: «Señor, ayudanos a estar atentos. Ayudanos a darnos cuenta que estás ahora con nosotros, en este momento; que estás ahora, cuando escuchamos tu Palabra, cuando hacemos el esfuerzo por interpretar».

Retomando algo de la esperanza que venimos hablando estos días, podríamos decir que si entendemos la esperanza cristiana como una simple promesa de algo mejor; algo visible, mejor, sería algo así como esa canción, que sonaba en Argentina hace muchísimos años, que decía: «Yo tengo fe que todo va a cambiar». Bueno, la verdad que es una esperanza demasiada chiquita. Por eso, volvamos a lo del otro día: ¿Qué es realmente la esperanza para nosotros los católicos? Seguro que te vas a sorprender con lo que te voy a decir y estoy convencido de que te va a ayudar a abrir los ojos, como a los cieguitos de Algo del Evangelio de hoy.

El otro día decíamos que, en la Palabra de Dios, la palabra esperanza muchas veces es intercambiable con la palabra fe, o sea, quieren expresar muchas veces la misma realidad. El que tiene fe, tiene esperanza y el haber recibido una esperanza, es como una garantía de nuestra fe. No creemos –por decirlo de alguna manera– en el aire, por ingenuos, porque no tenemos otra cosa que hacer, sino que creemos porque tenemos esperanza. No creemos porque «en algo hay que creer». No es que creemos porque «de algo hay que aferrarse», como se dice. Eso es infantilismo en la fe. Creemos porque ya recibimos algo, o sea, recibimos a una Persona. Jesús vino a nosotros. Jesús es nuestra «alegría y nuestra esperanza». Todo esto quiere decir que tener esperanza no es solamente tener paciencia y esperar algo mejor, esperar el Cielo que vendrá, sino que la fe ya en este momento nos está dando algo. Nos da algo de la realidad que esperamos. Nos anticipa el futuro, nos adelanta el futuro. Esperamos a Jesús. Necesitamos verlo, queremos estar con él algún día. Y la fe, la esperanza, ya nos trae al presente, al corazón, ¡lo que anhelamos! Es una gran diferencia vivirlo y pensarlo así. Porque eso hace que no vivamos resignados esperando siempre algo mejor, sino que nos convencemos y alegramos de saber que el Hijo de Dios vino a nuestro mundo haciéndose hombre y sigue viniendo hoy a nuestras vidas (si creemos y tenemos esperanza). Y vendrá además algún día para terminar de colmar nuestras ansias de amor. Por eso, los que tenemos fe, ya tenemos una prueba, una prenda de lo que todavía no vemos. No necesitamos pruebas externas, la prueba está en el corazón del que cree y ve todo distinto.

La pregunta de hoy de Jesús hacia los ciegos nos viene como anillo al dedo, anillo a la fe: «¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?» ¿Creen? ¿Tienen la certeza de que yo puedo darles lo que necesitan? ¿Confían en que mi presencia puede colmar las ansias de felicidad de sus vidas, de sus corazones? Ni siquiera Jesús les preguntó si querían ser curados. En definitiva, les estaba preguntando: ¿Creen que yo soy su esperanza? ¿Creen que yo soy la respuesta a todo lo que les falta?

Empecemos a imaginarnos las miles de preguntas que Jesús puede hacernos hoy: ¿Crees que yo soy el que te puede ayudar a empezar a ver todo lo que ahora no estás viendo? ¿Lo crees? ¿Estás seguro que necesitás ser curado de tu incapacidad de ver tantas cosas que hace que te lleves por delante la vida? ¿Crees que te puedo ayudar a ver la falta de amor que estás teniendo en tu casa con tus hijos, con tu mujer, con tu marido? ¿Crees que te puedo hacer ver lo que podés dar y te guardás por egoísmo?

Hoy el mayor milagro de Jesús no es el de curar ciegos de los ojos, sino el de hacer que los que vemos con los ojos del cuerpo nos demos cuenta que muchas veces no vemos nada con los ojos del alma. El milagro que quiere hacer Jesús hoy, con vos y conmigo, es que empecemos a ver con el corazón, que empecemos a gritar verdaderamente: «Ten piedad de nosotros», para que descubramos que andamos como ciegos ante miles de situaciones que no percibimos. Que hoy nuestro buen Jesús nos abra los ojos. Que hoy creamos que también estamos ciegos y que podemos ver más: que Jesús es nuestra fe, nuestra esperanza y que con él ya tenemos todo lo que buscamos.