III Miércoles de Pascua

on 4 mayo, 2022 in

Juan 6, 35-40

Jesús dijo a la gente:

«Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen. Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.

La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día.

Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día.»

Palabra del Señor

Comentario

¡Qué maravilla la escena del Evangelio del domingo!, ¿te acordás? Es una escena que podríamos meditarla, reflexionarla mucho tiempo, tantas simbologías, tantos matices, tantas enseñanzas para nuestra fe. Pero continuemos un poco con esa idea de preguntarnos por ahí por qué fue que los discípulos no terminaron de reconocer a Jesús. También podríamos ampliar la pregunta y preguntarnos: ¿por qué fue necesario que se apareciera tantas veces a los discípulos? ¿Tan difícil era que se den cuenta? Bueno, en definitiva la respuesta está en la actitud de Pedro y los otros seis que lo acompañaron, que volvieron a lo mismo, pero también podríamos ahondar un poco más. ¿Por qué volvieron a lo mismo? ¿Por qué volvieron a su tarea cuando Jesús los había llamado a la tarea de pescadores? Porque, en definitiva, se habían olvidado.

Muchas veces hemos hablado, en estos audios, de la pérdida de memoria, que en definitiva es la pérdida de nuestra memoria que nos hace olvidar el amor de Dios, todo lo que Jesús hizo por nosotros y, en definitiva, cuando nos llamó y ya nos dio una vocación. Por eso, el volver a pescar de Pedro y los discípulos es, en definitiva, una imagen de volver a lo suyo. Y al volver a lo nuestro tenemos la mente enceguecida y nuestros ojos se fijan solamente en lo que nos interesa y nos olvidamos que Jesús está en la orilla de nuestra vida. Por eso hoy volvamos a recordar cuando Jesús nos llamó alguna vez y nos dio una misión, y volvamos a poner el corazón en lo que él nos pide, porque tenemos que obedecerle a él antes que a los hombres.

Hay que trabajar para buscar a Jesús. En Algo del Evangelio de hoy, podríamos retomar un poco esta idea y pensar que hay que trabajar entonces por lo que vale la pena. Hay que trabajar día a día para alcanzar el Pan del alma, el Pan del corazón que ayuda a no desfallecer por el camino de nuestra vida. Por eso no hay mejor manera de empezar este día que dejar que Jesús nos diga a todos otra vez: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed», o decirle nosotros desde lo más profundo y con la mayor sinceridad posible: Jesús, quiero que seas Pan que me quite el hambre, agua que me quite la sed, esa hambre y sed que muchas veces no me dejan en paz. «Señor, danos siempre de este pan». ¡Qué linda petición!

Es bueno que pensemos entonces a qué se refiere la Palabra de Dios con el símbolo del alimento, en este caso el pan. Se refiere a todo aquello que buscamos para saciar las necesidades básicas de cada día, pero al mismo tiempo representa las necesidades más profundas de nuestra vida, las espirituales. Somos cuerpo y espíritu, y no podemos aislar una cosa de la otra. No solo vivimos de pan material, aunque a veces pareciera por afuera, no vivimos de cosas, no vivimos solamente para saciar nuestra hambre fisiológica, sino que para vivir necesitamos lo más esencial, que –como decía el conocido Principito, ¿te acordás?– es invisible a los ojos, pero que es sensible al corazón.

Sin amor claramente no podemos vivir. Sin amar y sin ser amados desesperamos. El amor es el verdadero alimento y motor de nuestras vidas y la prueba más palpable de esto es que hay personas que tienen todo lo material que podamos imaginar y, además, cosas que le sobran, y sin embargo, viven continuamente insatisfechas, por ahí te pasa a vos o a mí. Y, por el contrario, hay personas que viven con lo justo y necesario, o incluso con menos de lo necesario y, sin embargo, viven con una cierta plenitud espiritual o, por lo menos, no viven como eternos insatisfechos. Tengamos la cantidad que tengamos, de cosas materiales, la edad que tengamos, los afectos que tengamos, vivir volcados hacia afuera, como si lo interior no importara, como, por ejemplo, la comida, la bebida, los vicios, las cosas malas, las adicciones, las obsesiones, la avaricia –bueno, mezclé un poco de todo, entre cosas buenas y malas–, pero cada uno tiene que pensarlo.

Si vivimos centrando la vida solo en nosotros y nuestros deseos personales, la superficialidad muchas veces puede ser un síntoma que nos estamos alimentando mal, que estamos comiendo mucho pan material y poco pan espiritual, el pan del cielo.

Todos podemos creer en Jesús y, sin embargo, vivir alimentándonos de otras cosas mientras decimos que creemos en él. Incluso podemos defenderlo con nuestras palabras, podemos estar trabajando para él, para su Iglesia. Estar caminado detrás de él no es la garantía absoluta de que lo consideremos como nuestro mejor alimento. ¡Cuidado! La eterna insatisfacción en la que vivimos tantas veces los cristianos es como el termómetro de la mala alimentación de los que decimos creer, pero que todavía no nos satisface creer. ¿No te pasó alguna vez? ¿No te pasa que aun estando con Jesús no terminás de estar feliz? Bueno. Hay que pensar qué nos pasa.

El que cree en serio, el que va caminando hacia él y con él, en la pureza de la fe, hacia ese buscar únicamente al «Dios de los consuelos y no los consuelos de Dios», vive satisfecho, sabiendo que no hay mejor alimento de la vida que el Pan bajado del cielo, que es el mismo Jesús. Y ese Pan llega a nuestra vida por diferentes «proveedores», digamos así. Llega del cielo, pero se hace humano y cotidiano. Se hace Palabra escrita día a día, para meditar. Se hace Hijo a quien ayudar y sostener, se hace marido y mujer a quien amar siempre, aun en el dolor, aun en las peores dificultades. Se hace pobre a quien socorrer y ayudar, se hace oración diaria a donde acudir. Se hace trabajo cotidiano que dignifica, se hace Eucaristía y comunión en donde nos alimentamos realmente. Y lo más lindo de todo, es que es gratuito. Se nos da gratuitamente, solo que nosotros ponemos trabas muchas veces y seguimos insistiendo en alimentarnos con alimentos baratos que no sacian, o que sacian pero solo por un momento.

El que se alimenta de Jesús recibe estas palabras de consuelo y verdad: «Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida Eterna y que yo lo resucite en el último día». Qué gran mensaje de Algo del Evangelio de hoy. Levantemos la cabeza, levantemos el corazón y volvamos a mirar a Jesús que es nuestro alimento para cada día, para toda la vida.