
IX Viernes durante el año
on 4 junio, 2021 in Marcos
Marcos 12, 35-37
Jesús se puso a enseñar en el templo y preguntaba: «¿Cómo pueden decir los escribas que el Mesías es hijo de David?
El mismo David ha dicho, movido por el Espíritu Santo:
“Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies”. Si el mismo David lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?»
La multitud escuchaba a Jesús con agrado.
Palabra del Señor
Comentario
Continuando con el tema de la comida, de las comidas, o esos momentos en los que nos sentamos a la mesa para compartir los alimentos y, al mismo tiempo, compartir la vida, creo que es bueno que pensemos esto, que de alguna manera esbozamos ayer. Aquel que permanece hasta el final en la mesa, acompañando a aquel que quiere, como esa anécdota que te contaba; en realidad, esa historia que te contaba de esta mujer, que al cambiar su vida ya no solo servía la comida, sino que se quedaba hasta el final, nos puede ayudar a pensar que, en definitiva, quedarse hasta el final en la mesa, es un signo de que no solo nos interesa alimentar el cuerpo, sino que también nos interesa alimentar el alma, o por lo menos alimentar al otro con nuestra presencia.
¡Nuestras presencias amorosas frente a los demás también alimentan!, ¿pensaste eso alguna vez? Por eso te decía que les enseñes siempre a tus hijos a permanecer en la mesa hasta al final, hasta que el último termine, porque es un signo muy fuerte de que nos interesa estar con el otro, que no solo queremos comer y llenar nuestro estómago para ir y hacer lo que nos parece, sino que el otro también merece que yo lo pueda esperar. Siempre valoro en mis padres que nos enseñaron a mí y mis hermanos a permanecer hasta el final. Es verdad que cuando era niño, cuando éramos niños, nos molestaba y nos enojábamos o por ahí teníamos que permanecer hasta el final para terminar la comida que nunca debíamos dejar. ¡Pero qué bien me hizo finalmente! Permanecer hasta el final es decirle al otro, aunque esté callado, aunque no haga nada: «Yo te acompaño». No solo me alimenté yo, sino que también quiero que vos te alimentes de mi presencia y quiero también alimentarme de la tuya.
Algo del Evangelio de hoy habla del agrado con el cual escuchaban a Jesús. «La multitud escuchaba a Jesús con agrado», dice. No sabemos si lo comprendían o no perfectamente, pero por lo menos, a diferencia de los fariseos, escribas y doctores, esta gente «escuchaba con agrado». Ese es el comienzo de la comprensión, «escuchar con agrado». Si algo nos desagrada, difícilmente escucharemos, por ahí solo oiremos o cerraremos la cortina del corazón. Al que le agrada una realidad, una persona, una situación escucha mucho mejor que aquel que oye pensando que el otro termine lo antes posible, para dejar de verlo, para irse a hacer otra cosa.
Oye pensando por adentro: ¿Qué me va a enseñar este a mí? Oye con actitud de soberbia o despectiva. Oye mirando a otro lado. ¿Te agrada escuchar a Jesús más allá de que algún día comprendas un poco más o menos? ¿Cómo escuchas la Palabra de Dios de cada día? ¿Cómo la lees: como queriendo terminar para hacer otra cosa o como queriendo que el tiempo no exista para no medirlo? ¿Cómo escuchas a los demás? ¿No te pasa esto a veces, que estás escuchando esperando que el otro termine para hacer lo que te parece bueno? En definitiva, escucharemos a Jesús como escuchamos a los demás. Si a los demás no les escuchamos, difícilmente podremos escuchar a Jesús.
Podemos pasarnos años oyendo la Palabra de Dios y no escuchándola verdaderamente. Podemos pasarnos años con personas y no haberlas escuchado nunca. ¡Qué triste! Podemos haber pasado años yendo a misa y no haber escuchado verdaderamente la Palabra de Dios. Podemos haber pasado años oyendo audios con la Palabra, pero no escuchar nada. Eso es la pena más grande, porque el que vive así, solo se escucha así mismo, su criterio solo es él mismo. No tiene otro parámetro que sus pensamientos y sentimientos. Y así vive, en su mundo, creyendo que su mundo es el único y el mejor.
¡Qué triste! No es para que nos desanimemos, sino para que nos tomemos en serio esta actitud, para que no perdamos el tiempo, para volver a poner el centro de nuestros amores en la familia, el trabajo, las comunidades, la escucha sincera, para saber quién es el otro y qué necesita. Sin este camino, el amor entre nosotros se basa en lo que nosotros pensamos que el otro necesita y no en lo que realmente necesita.
Por ahí nos pasamos años dándole a nuestro marido, a nuestra mujer, a nuestros hijos, hermanos, jefes, empleados, amigos, lo que nosotros únicamente consideramos necesario para ellos o lo que me dijeron que el otro necesita. Sin embargo, el amor es «buscar el bien del otro» y para conocer el bien del otro, necesitamos que el otro nos lo exprese de alguna manera y así discernir si puedo o no dárselo. Bueno, todo un arte. Amar como Dios quiere es un arte que se aprende, se aprende escuchando. Escuchar como él quiere es un arte que se aprende con la Palabra de Dios.
No es una receta que se aplica para todos por igual y se obliga. Por eso, ¿y si empezamos al revés? Empecemos por lo menos haciendo el esfuerzo para que nos agrade escuchar a los que nos hablan, empecemos por lo menos haciendo cada día el esfuerzo para no solo oír el Evangelio, sino escucharlo, meditarlo, contemplarlo y vivirlo.