
Juan 10, 22-30 – IV Martes de Pascua
on 5 mayo, 2020 in Juan
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón.
Los judíos lo rodearon y le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente.»
Jesús les respondió: «Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas.
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.»
Palabra del Señor
Comentario
Andar por el camino de la Palabra no es siempre sencillo. Uno pasa muchas veces por todos los estados de ánimos espirituales y muchas veces las crisis llegan, tarde o temprano. ¿Sos de los que estás escuchando y te está costando? ¿Sos de los que empezaste a escuchar con entusiasmo y ahora te apagaste? ¿Sos de los que está encendido y encendida a escuchar la palabra de Dios? ¿Sos de los que sentís que somos como una gran comunidad espiritual, unidos por lo espiritual, por la palabra de Dios? ¡Qué lindo que es sentirse unido, especialmente en estos momentos!
Según San Ignacio hay momentos llamados de consolación y desconsolación. Es normal. A todos nos pasa. No es ser humano, con todas las letras, quien está siempre igual, por decirlo de alguna manera, no, quien está “como si nada pasara”. Eso en realidad no es real, somos mortales y débiles, aunque a veces pretendemos ser ángeles y perfectos. Justamente ahí, radican muchas de nuestras crisis, es no aceptar que eso es parte de la vida; el pasar, el cambio, el que no todos los días estamos igual, el que lo lindo no dura siempre, y que lo malo tampoco. Sin embargo, muchas veces andamos tristes o enojados, justamente por pretender imposibles que finalmente nunca se dan.
Lo más lindo y reconfortante sería lograr empezar el día dando gracias y ofreciendo todo lo que aparezca en el camino, y casi lo mismo al terminarlo… dar gracias por todo lo que se vivió y pedir perdón por lo que podría mejorar. Si pudiéramos vivir los días así, en realidad nos ahorraríamos muchos disgustos. Cuenta una anécdota, lo que San Ignacio de Loyola hizo ante una malísima noticia recibida, que no viene al caso aquí, pero, que en nada lo favorecía a él, ni a los jesuitas de ese entonces, ¿sabés qué hizo? Fue 15 minutos frente al Santísimo, a dejar que todo se solucione, de alguna manera, al modo de Dios, con los tiempos de Él. Parece una actitud a veces infantil, incluso algunos se nos podrían reír, pero en realidad es el modo de “trabajar como si todo dependiera de nosotros y rezar como si todo dependiera de Dios”, es una buena manera de no creernos omnipotentes y confiar en que las cosas tienen su porqué más allá de nuestras fuerzas. Soltá eso que estás agarrando, aflojá, no quieras controlar todo, entregáselo a Él, es una actitud propia del corazón que tenemos que ejercitar, después veremos qué pasará, soltá eso.
Por eso cuando uno escucha que de labios y del corazón de Jesús salieron estas palabras: “…ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre”. ¿Puede quedar lugar a la duda? ¿Puede quedar lugar al miedo? Y sí, a veces sí, pero Jesús se refería a nosotros, a sus ovejitas, a vos y a mí, a los que escuchamos su voz, a los que intentamos día a día seguirlo. ¿No te parece lindo? ¿No te da paz escuchar semejante afirmación? ¿Por qué preocuparse tanto de las cosas que pasan o que nos pasan? ¿Qué nos pasa en realidad, que no terminamos de confiar en que esto es realmente así? Está todo en sus manos. Bueno las respuestas pueden ser muy variadas, según la cantidad de oyentes, pero es algo que tenés que preguntarte vos, que tenemos que preguntarnos todos. Deberíamos poder vivir en paz intentando escuchar todos los días la voz de Jesús que es nuestro Verdadero Pastor. Podríamos pensar que entramos en el miedo, en la angustia, cuando dejamos de escuchar la voz que nos hace bien y nos dejamos llevar por otras voces. Voces que nos tiran abajo; voces que no nos hacen bien; voces que parecen amigas, pero en realidad nos destruyen; son voces que salen de adentro o que viene de afuera. Está lleno de falsos pastores que nos quieren guiar hacia otros pastos, no necesariamente malos, sino otros pastos que nos alejan de los manjares de Dios.
Algo del evangelio de hoy nos llena de ánimo y de esperanza. Las manos del Padre siempre están para abrazarnos, para tomarnos, para salvarnos, para cuidarnos, para acariciarnos, para demostrarnos su amor. Algo del evangelio de hoy nos ayuda a comprender que las manos del Padre, esas de las que nos habla Jesús, son esas manos de tantos que nos quieren, que nos buscan, que nos han dado una ayuda, una palmada, un empujón, un abrazo, una caricia y nosotros muchas veces las hemos esquivado, por creernos omnipotentes, por creernos no necesitados de amor. Las manos del Padre son las manos de nuestros hermanos que son hijos de ese mismo Padre, las tuyas y las mías. Por eso Jesús dice que Él y el Padre son una sola cosa. El Hijo quiere siempre lo que quiere el Padre. Jesús quiere que seamos hijos y hermanos. Jesús quiere que queramos lo que Él quiere.
¿Qué es lo que nos asegura permanecer siempre en las manos del Padre, o sentirnos en sus manos? No dejar de escuchar la voz de Jesús. Eso que hizo San Ignacio cuando recibió esa mala noticia, sumergirnos en él, en la oración, el tiempo que podamos para dejar todo en “sus manos”, porque en definitiva nuestra vida “está en sus manos” y solo si sabemos entregarla, sabremos vivirla.