
Juan 3, 16-18 – Solemnidad de la Santísima Trinidad
on 7 junio, 2020 in Juan
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Palabra del Señor
Comentario
La primera gran fiesta después de Pentecostés, después de celebrar que el Espíritu Santo se haga presente en la historia, siendo el que le da la vida a la Iglesia, el que le da el alma, y nos da vida a vos y a mí y nos mantiene ahora con deseos de amar y escuchar, celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Como para coronar, de alguna manera, todo lo que venimos celebrando, creyendo y rezando a lo largo de este año litúrgico que cada año se repite en la Iglesia, pero que nos ayuda a refrescar y a revivir los misterios de nuestra fe. Dios, entonces, no es un Dios particionado, por decir así, con distintos discos rígidos ¿no? Sino que, aunque nosotros tengamos que ir comprendiendo su misterio de a poco, sin embargo, Dios no es un poco allá, un poco acá. Cada vez que hablamos de Dios deberíamos tener en cuenta esto, de que él es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada vez que hablamos de Dios tendríamos que decirnos a nosotros mismos: esto que dije de Dios, ¿es Dios, o es algo de Dios o lo que yo pienso de Dios? No es un poco Padre, un poco Hijo y cada tanto algo de Espíritu. Aunque después celebremos una fiesta de Jesús y otra del Espíritu para ayudarnos a comprender, eso no debería desviarnos de lo esencial, de lo que Jesús vino a mostrarnos y a enseñarnos. Por eso esta fiesta tan importante. Nuestra fe es un todo, un todo orgánico, un organismo vivo, donde todo tiene que ver con todo y, al desviarme en una cosa, al negar una, toco sin querer la otra. Me lleva inevitablemente a desviarme de la otra. Por eso, el cristiano es trinitario. No es solo Jesús. No es ni solo Jesús, ni solo el Padre, ni solo el Espíritu. Cómo hacen ruido esas espiritualidades en la Iglesia que afirman solo una cosa: solo el Espíritu, solo Jesús, solo el Padre, o a veces ni siquiera el Padre, o solo María. Eso nos debería hacer un poco de ruido. Somos de todos y todos son uno. Para eso es esta fiesta, para que no nos olvidemos del misterio más grande de nuestra fe, que no lo conoceríamos si Jesús no lo hubiese enseñado, no nos lo hubiese enseñado, y por eso ya no es un misterio inaccesible, sino que se hizo más cercano a nosotros y aunque jamás podremos comprenderlo completamente, sí podemos acercarnos y dejarnos invadir por él. En realidad, el Misterio significa eso: se hizo accesible, pero, al mismo tiempo, permanece siempre, de alguna manera, distante. No podemos amarrarlo a nuestra manera, hacerlo a nuestra medida.
Algo del evangelio de hoy dice: “Sí”. Sí, podríamos decir nosotros, bien fuerte. “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único.” Es mucho mejor pensar en lo que Dios ama que en lo que Dios tiene para asustarnos. Por eso es lindo pensar en un Dios que ama tanto al mundo, a vos y a mí, en particular, y a todo lo que creó. Nos ama tanto que no quiso “quedarse encerrado”, no quiso quedarse, ahí, acuartelado para siempre. Quiso salir, quiso venir a buscarnos, quiso abrirnos su corazón para que podamos maravillarnos algo de su Gran Misterio y podamos enamorarnos de su amor.
¿Cuál es el misterio? ¿Qué es un misterio? Retomo lo anterior. Para nuestra fe, hablar de misterio no es hablar de cosas misteriosas, así, que nadie puede conocer, inaccesibles, ocultas, esotéricas, reservadas para algunos, para algunos iluminados, para los que piensan mucho, sino todo lo contrario. Que Dios sea un Misterio quiere decir que se reveló, que se mostró. Quiere decir que lo inaccesible se hizo accesible y por eso podemos conocerlo, se corrió el velo, ahora lo podemos ver. Decir que Dios es un misterio, quiere decir que podemos conocerlo. ¿Lo sabías? Creo que no. Pensalo.
Obviamente nunca se llega a decir todo. Jamás podemos decir que podemos conocer a Dios perfectamente. Jamás, porque Dios sigue siendo Dios, pero algo se puede decir. ¿Cuál es ese Misterio que se nos reveló? Que Dios es Padre, un Padre que envió a su Hijo al mundo, un Padre que creó todo por su Palabra, por el Hijo. El Hijo hizo todo por el Padre. Dio su vida por nosotros, obedeciendo al Padre y retornó al Padre para estar sentado a su derecha. Y el Padre también, junto con el Hijo, nos envió al Espíritu Santo, por el Hijo, para santificarnos, para conducirnos a la Verdad que nos hará libres. Todos (la Trinidad) se aman y son amados. No pueden vivir el uno sin el otro y todos existen en y por los otros. Dios Uno pero no solitario. Dios Trino pero uno solo.
Muy lindo, pero… ¿qué tiene que ver esto con mi vida?, te estarás preguntando ¿Qué tiene que ver esto tan extraño, a veces, y difícil de explicar? Dice el evangelio: “…para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. Todo el que confía en esto, el que cree que Dios es así, como él es y no como nosotros deseamos que sea, ese tiene Vida, una Vida distinta. Hay que contemplar, más que buscar entender, la maravilla de un Dios que no nos deja solos y que quiere que, conociéndolo, podamos vivir de él y amar como él. Somos creados a su imagen y semejanza, a imagen y semejanza del Hijo; llamados a ir “pareciéndonos” a él, viviendo y siendo hijos como él, haciendo la voluntad del Padre movidos por el Espíritu. Eso es lo que tiene que ir pasando en nuestras vidas. De a poco. Amar y ser amados. Divinizarnos, no para ser hombres que se creen dioses, sino para ser hijos que aprenden de la humildad de su Padre. Tenemos que amar, tanto como dejar que nos amen. No se puede vivir sin amar y sin ser amados. La Trinidad nos enseña y nos quiere hacer participar de ese amor.
¿Cómo hacemos para vivir eso? Antes que nada creyendo y confiando que Dios es así. Dios no es cualquier cosa que yo me imagino, sino que es como él se reveló. El primer paso es aceptar el amor de este Dios tan amoroso. Dejarse amar y no hablar de Dios como se me antoja, sino como él nos enseña. Un Dios que ama tanto al mundo que envía a su Hijo a salvarlo y no a condenarlo. ¿Qué más podemos hacer? Adorar a nuestra Trinidad, reconocerla como lo más grande de nuestra vida. Adorarla con nuestra propia vida, con nuestros pensamientos y deseos, queriendo lo mismo que ella quiere: amar y ser amados. Dios no es un ser solitario. Nosotros tampoco podemos serlo. Dios no solo quiere ser amado, sino que ama. Esa es la mejor manera de adorarlo. También con nuestra oración diaria, con cada gesto religioso de corazón que hagamos, principalmente, con nuestra adoración en espíritu y en verdad.
Hoy hagamos una señal de la cruz distinta, tomando conciencia de que este gesto sencillo nos identifica como lo que somos, creyentes en un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que su gloria es que nosotros participemos de su divinidad.