Juan 6, 52-59 – III Viernes de Pascua

on 1 mayo, 2020 in

 

Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»

Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.

Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.

Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.»

Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.

Palabra del Señor

Comentario

El camino de esta semana va llegando al final. Intentamos imaginarnos que éramos los discípulos de Emaús, de alguna manera, y andamos por el camino de la vida mientras Jesús nos acompaña. También, en el final del capítulo 6 de San Juan, el discurso del Pan de Vida, del que mañana verás cómo termina. Por ahora venía todo muy lindo, digamos así, todo tranquilo. Jesús atraía con sus palabras, presentándose como el alimento del mundo, para que el mundo tenga vida. A partir de ahora vamos a ver cómo reaccionan los que lo siguen, al escuchar que tienen que alimentarse de su Cuerpo y de Sangre. Literalmente.

Ayer te contaba lo que me decía un recién convertido: ¿Qué hago acá padre? ¡Qué hago viniendo a Misa, no sé qué hago acá? “Te dejaste atraer y viniste”, hubiese sido una buena respuesta para darle. Es un misterio, sabemos algo, pero no todo. Eso significa misterio. No es que no sabemos nada, sino que sabemos algo. Y eso es lindo, una libertad atraída por Dios. Algo así como lo que decía el profeta Jeremías: “Tú me has seducido, Señor, ¡y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido!”  Somos de alguna manera protagonistas de nuestra vida, pero no somos los actores principales, aunque a veces nos la creamos, nos olvidemos de esta verdad esencial. Si nos hemos acercado a Jesús es porque Dios Padre nos atrajo de alguna manera, nos animó, nos sedujo y porque, al mismo tiempo, nos hemos dejado seducir. Nadie es seducido si no se deja seducir y nadie se deja seducir si no hay alguien que lo seduce. Hay que dar gracias y alegrarse con esto.

La clave, digamos así, o la mayor dificultad, es dejarse seducir, dejarse atraer por él. No poner trabas, no poner peros, no poner siempre excusas, no pretender que él sea como nosotros queremos. Dejar que Dios sea Dios a su manera y nosotros aceptar que somos simples criaturas que perdemos el rumbo fácilmente y que lo mejor que podemos hacer, es escuchar.

Ayer no habíamos dicho nada, pero hoy ya es inevitable. Jesús lleva el discurso a un extremo, y no porque sea un extremista, sino porque su amor es tan grande, tan extremo que desarticula todo lo pensable, lo razonable. Veníamos escuchando que Jesús decía que él es el Pan y el Agua, que viene a calmar el hambre y la sed del hombre, que él es la respuesta a todos nuestros vacíos. Bueno, pero al final, lo que parecía simbólico en su discurso, una especie de metáfora o de comparación, se vuelve realidad: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.” Ya no es una forma de decir, una especie de imagen linda para admirarse. No, es mucho más que eso. Es la locura de las locuras. Jesús quiso quedarse realmente con su Cuerpo y su Sangre. Hay que creer para poder aceptarlo. Jesús es Pan, o sea Jesús es el alimento del hombre hambriento de amor. Jesús es Pan cuando nos habla en las palabras escritas. Jesús es alimento cuando lo escuchamos en la oración y disfrutamos de ese dialogo. Jesús sacia nuestra hambre cuando amamos a los otros hasta que duela. Jesús es verdadera comida del alma si tenemos los ojos del corazón abiertos a ver más allá de lo que vemos. Pero en donde Jesús es más alimento que nunca, en donde se cumple realmente estas palabras es en la Comunión de la Iglesia. Es en la Eucaristía. Es en la Misa en donde eligió quedarse plenamente. ¡Ay!, si los católicos creyéramos realmente esto. ¿No crees que nos desesperaríamos por ir a recibirlo, por alimentarnos de él?  ¡Ay!, si los sacerdotes creyéramos que tenemos a Jesús en las manos, ¿no crees que moriríamos de la emoción?

¡Ay! Señor, si creyéramos en tus palabras y que realmente estás presente en cada Eucaristía, qué distinto sería todo, Señor. Que creamos, Señor, danos siempre tu Cuerpo y tu Sangre, aunque a veces no podamos recibirlo. Pero danos siempre ese pan, para que tu amor se haga realidad en nuestra vida.

Mientras tanto… mientras no descubramos y nos abramos a esta verdad, vamos por el camino de la vida alimentándonos de Jesús, pero desaprovechando mucho. A veces cabizbajos y tristes, no descubriendo todo, porque si tuviéramos fe, una sola comunión bastaría para colmarnos eternamente. Mientras tanto… miles y miles de católicos, incluso nosotros, los sacerdotes, que decimos creer en Jesús, a veces nos alimentamos de otras cosas. Nos llenamos la panza con otras cosas y después se nos va el hambre de Jesús. Algo así como que antes de ir a un casamiento me agarre mucha hambre y me coma una hamburguesa por el camino, y después, al llegar, me pierda lo mejor de lo mejor. Algo así como entrar en un restaurante tipo “tenedor libre”, como se dice acá, y en vez de comer los mejores manjares que hay, terminemos comiendo comida chatarra y al terminar decir: “Bueno, pero no me hizo tan mal”, “Bueno, pero esto también suma” ¿Escuchaste alguna vez esta frase? Y así, hay miles de corazones que se pierden de Jesús, o lo buscan a su manera, alimentándose de “cositas” y perdiéndose el mejor plato. Lo que nos perdemos cuando pensamos así. No es que nos hace mal comer otras cosas, a veces, aunque el exceso sí, sino es más bien es lo que nos perdemos. ¡Lo que nos perdemos! Lo que te perdés, estará pensando Jesús. El que pueda entender que entienda.