
VII Martes de Pascua
on 18 mayo, 2021 in Juan
Juan 17, 1-11a
Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo:
«Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera.
Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste.
Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti».
Palabra del Señor
Comentario
Parecería que, para nosotros, actualmente la ascensión de Jesús a los cielos no nos dice mucho. De hecho, es una fiesta que en la Iglesia muchas veces no le damos tanta importancia, es como si hubiese quedado un poco opacada entre la Pascua y Pentecostés. Sin embargo, es una linda verdad de nuestra fe que la mencionamos en el credo cada domingo que lo rezamos y nos enseña muchas cosas. Para los discípulos que lo vieron partir «entre las nubes», sí debe haber sido significativo y misterioso. Muchas veces muchas preguntas se les habrán cruzado por el corazón. ¿Qué pasaría ahora con ellos? ¿Cuándo volvería Jesús? ¿Qué podrían hacer ellos solos, sin él? ¿Qué significaba eso de «ir por el mundo a anunciar la Buena Noticia»? ¡Qué difícil debe haber sido para los discípulos! Para nosotros, podría parecernos obvio, pero no fue lo mismo para ellos. Sin embargo, la prueba de que Jesús seguía estando con ellos, fueron los frutos que comenzaron a experimentar todos los apóstoles en la Iglesia naciente. No podrían darse tantos frutos en toda la tierra cada día, a cada instante, en miles de corazones creyentes –incluso en este mismo momento, mientras escuchamos la Palabra–, si Jesús no estuviese a la derecha del Padre asistiéndonos con su amor, con su fuerza, con su gracia.
De Algo del Evangelio de hoy escuchamos una oración de Jesús que quedó en el Evangelio, y Evangelio que se puede transformar en oración para nosotros. ¡Qué fecundo puede ser para todos imaginar esta escena!, en la que Jesús mirando al cielo, mira a su Padre, lo busca con la mirada y el corazón para hablarle, para decirle todo lo que sentía. Jesús, en la última cena, se despidió de sus discípulos y se los encomendó a su Padre, pero, al mismo tiempo, les dejó a sus amigos el mejor legado que podía dejarles, sus palabras que se harían eternas, porque no fueron solamente palabras, sino que fueron, al mismo tiempo, palabras que se hicieron gestos de amor, reales y concretos. ¡Qué bien hace imaginar a Jesús mirando al cielo diciendo esto! Te propongo que hagas algo similar, que hagas lo mismo, que eleves tus ojos al cielo, a una imagen o a un lugar que te ayude a transportarte, por decirlo así, a ese momento.
Las palabras de Dios pueden hacerse vida y carne si buscamos que las escenas del Evangelio de alguna manera se hagan presentes, y para eso podemos usar todos nuestros sentidos. Toda la sana espiritualidad cristiana, la de todos los tiempos, nos enseña esto: somos una unidad, cuerpo y alma, somos corazón y pensamiento también. Somos todo junto. Antes de pensar en lo que podrías decirle vos al mismo Dios Padre, a Jesús, pensá en lo que dijo Jesús en algunas de las palabras que escuchaste recién, y si es necesario, volvé a escucharlas. A mí me ayudan las que te voy a repetir ahora, las que repito en cada consagración de la misa, las que rezo al elevar la hostia en el altar de las misas diarias, que son estas: «Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo». Pero fijate si a vos te sirven otras, las que más te ayuden a rezar.
Te decía al principio que la oración de Jesús quedó escrita en el Evangelio, sus palabras se hicieron evangelio, y que por eso, y porque no, el Evangelio para nosotros se debería transformar en oración, en elevación del alma hacia Dios. Eso es rezar, elevar nuestra alma a Dios para que no solo se arrastre por el suelo, por las cosas de cada día, sino que se anime a elevarse un poco. Nuestra alma, nuestro espíritu está hecho para cosas más grandes todavía, mucho más de lo que imaginamos. Eso es la Vida eterna en la tierra, buscar conocer día a día al único Dios verdadero, al Padre de todos, y a su Enviado, Jesucristo, en el Espíritu. Vivir en serio es conocer a Dios, a Dios Padre y a su Hijo, y también podemos decirlo al revés. Conociendo a Cristo se conoce al Padre. Toda nuestra fe cristiana podría sintetizarse en esto: conocer y amar a Cristo para poder conocer el amor del Padre. Pensemos si en nuestra vida estamos buscando esto.
Pensemos si estamos intentando esto día a día. Todo lo demás es pasajero y secundario.
¿Qué estás haciendo? ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué estás haciendo en tu vida, en la Iglesia? ¿Para qué crees que es la Iglesia? ¿Qué estás haciendo en tu familia? ¿Estás buscando la Vida eterna, mientras vivís esta vida terrena y pasajera? La Vida en serio, la eterna, la que da ganas de vivir, la que nos ayuda a seguir cada día es esta: conocer a Jesucristo, conocer al Dios verdadero, conocer al Padre en el Espíritu. No a cualquier dios hecho a nuestra medida, no a cualquier ídolo humano, ni siquiera a un santo, mucho menos a un político, a un prócer, sino a Jesús, que es Camino, Verdad y Vida. Te aseguro que esto te va a dar paz, la paz verdadera. Te aseguro que esto va a reorientar tu vida u a orientarla definitivamente. Escuchemos a Jesús todos los días y vamos a empezar a entender lo que es la Vida eterna.