XII Sábado durante el año

on 26 junio, 2021 in

Mateo 8, 5-17

Al entrar en Cafarnaún, se acercó a Jesús un centurión, rogándole: «Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente.» Jesús le dijo: «Yo mismo iré a curarlo.»

Pero el centurión respondió: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: “Ve”, él va, y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi sirviente: “Tienes que hacer esto”, él lo hace.»

Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes.» Y Jesús dijo al centurión: «Ve, y que suceda como has creído.» Y el sirviente se curó en ese mismo momento.

Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.

Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades.

Palabra del Señor

Comentario

En este sábado, podemos hacer el intento tomando la imagen que venimos desmenuzando del Evangelio del domingo, esa imagen de la tempestad calmada por Jesús, esa imagen llena también de gestos, de situaciones que nos decían tantas cosas: los discípulos atemorizados, los discípulos llenos de miedo; el agua que sobrepasaba la barca; Jesús durmiendo y parecía que no le importaba; los discípulos increpando al mismo Jesús, pidiéndole que los ayude; Jesús despertándose, preguntándoles «¿por qué que tienen miedo? ¿Cómo que no tienen fe?». Bueno, te habrás dado cuenta que son un montón de situaciones que nos pueden seguir ayudando en este sábado a preguntarnos también cómo estamos viviendo la fe, porque –como te digo siempre– no hay que olvidarse que esta escena es algo que se repite y se está repitiendo continuamente en la vida de cada uno de nosotros. Como todo el Evangelio, que finalmente es para vivirlo, es para experimentarlo en carne propia; bueno, en carne propia a veces nos toca vivir estos vendavales.

¿Cómo estamos saliendo de estas situaciones? ¿Increpamos a Jesús? ¿Le pedimos que nos muestre su poder? ¿Le decimos todo lo que nos molesta al ver que está dormido mientras todo se viene abajo? ¿Le abrimos el corazón? ¿Le pedimos ayuda ante nuestras dudas? ¿Afirmamos nuestra fe una vez más en su presencia? ¿Cómo obramos? Porque acordate que también cómo salimos de las crisis es un signo de cómo estamos parados en la fe. Cuando una crisis nos lleva a no buscar a Jesús, a hundirnos un poco más, a aislarnos del amor de los demás y de incluso la comunidad de la Iglesia, es porque nuestra fe no está bien afirmada. En cambio, cuando sabemos acudir a Jesús, cuando le pedimos ayuda en el momento oportuno, cuando buscamos amigos y amigas que nos escuchen para poder salir adelante, es un signo de que nuestra fe finalmente nos lleva a abrirnos a los demás; ese es un signo de que nuestra fe está madura y que no se encierra y que busca el apoyo humano, que finalmente es el modo más claro que tiene para manifestarse el amor de Jesús. Bueno, que este sábado nos ayude, de algún modo, a hacer ese repaso espiritual, de cómo estamos viviendo nuestra fe o cómo vivimos las crisis en nuestra fe.

Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy. Podríamos decir que en esta escena, en realidad un conjunto de escenas, Jesús se la pasó curando, se la pasó sanando; primero, a ese sirviente que estaba enfermo de parálisis y sufría terriblemente; después, a la suegra de Pedro y, finalmente, al atardecer también a muchos endemoniados. Jesús sanó, curó y expulsó demonios, lo mismo que quiere seguir haciendo en este día en tu corazón y el mío. Porque vos y yo también a veces estamos enfermos y sufrimos terriblemente. Sufrimos las consecuencias de nuestras debilidades, sufrimos las consecuencias de la falta de amor y de un mundo que no sabe amar, hosco de amor, a veces austero de amor; no quiere abrir su corazón de par en par y, bueno, tenemos que aceptar que nosotros también estamos en este mundo. Somos víctimas y también, al mismo tiempo, hacemos sufrir a los otros por nuestra falta de amor.

Pero quería quedarme hoy con la figura de este centurión, este hombre pagano. Pongámonos en contexto. Este centurión era un soldado romano, por lo tanto, no era del pueblo de Israel, no era de aquellos que se llenaban la boca diciendo que tenían fe en el único Dios verdadero, en el Dios del pueblo de Israel, en aquel Dios que los había salvado y que enviaría un Mesías. Nada que ver. Sin embargo, Jesús lo elogia a él, lo elogia a ese hombre que seguramente todos pensaban que no tenía fe. «No he encontrado en Israel a nadie que tenga tanta fe». «No soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará». ¡Cuánto para aprender, Señor! ¡Cuánto para aprender de este hombre, aparentemente sin fe para los ojos de los hombres, pero lleno de fe para los ojos de Jesús, para el corazón de Jesús que sabe ver donde nadie veía! Nunca juzguemos por las apariencias, nunca juzguemos la fe de los demás, nunca nos creamos tan seguros como para decir que nosotros tenemos fe y los demás no.

¡Señor, danos la gracia de sentirnos necesitados para que puedas tomar nuestras debilidades y cargarlas como quisiste cargar las debilidades y pecados de toda la humanidad! ¡Señor, yo tampoco soy digno de que entres en mi casa, pero basta una palabra tuya para que puedas sanarme! Que yo pueda decirte esto y que realmente lo crea como una verdad.