
XVI Lunes durante el año
on 19 julio, 2021 in Mateo
Mateo 12, 38-42
Algunos escribas y fariseos le dijeron a Jesús: «Maestro, queremos que nos hagas ver un signo».
Él les respondió: «Esta generación malvada y adúltera reclama un signo, pero no se le dará otro que el del profeta Jonás. Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay alguien que es más que Jonás. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien que es más que Salomón».
Palabra del Señor
Comentario
Descansar es una necesidad del cuerpo, pero también del alma, y no siempre que descansamos con nuestro cuerpo, descansamos bien del alma. Los lunes se supone que debemos empezar, de algún modo, descansados, del cuerpo y del alma, del corazón, porque disfrutamos del domingo, del día del Señor, de estar en familia o haciendo algo que nos gusta; pero es verdad que no siempre empezamos los lunes como queremos, bien descansados, porque no siempre sabemos descansar. No nos enseñaron a descansar bien, hay que reconocerlo. La vida que llevamos por estos tiempos es a veces agobiante, parece que no podemos parar. El trajín de nuestra familia, el trabajo, no nos deja parar. Siempre que terminamos una actividad aparece otra, y otra, y así nunca se acaban. Mientras vivimos así nos vamos convenciendo, sin darnos cuenta, de que somos casi indispensables, de que si nosotros no estamos en las cosas que hacemos, nadie las puede continuar. Pero cuando tomamos la decisión de apartarnos, de hacerle caso a Jesús e ir a descansar con él, de «soltar» lo que estamos haciendo para que por ahí otro lo haga o no se haga, experimentamos la linda noticia de que no somos tan indispensables como pensábamos y de que las cosas siguen funcionando aun sin nosotros; por ahí no al modo que queremos, pero siguen funcionando. El mundo puede seguir girando sin nosotros, aunque nos cueste a veces. A la enfermedad del «activismo», esa que también padecemos también los sacerdotes, hay que aplicarle el remedio del «escapismo», escaparse con Jesús, pase lo que pase, tengamos lo que tengamos que hacer. Escaparse a un sagrario, escaparse –es un modo de decir, ¿no?– a un retiro espiritual, escaparse al silencio, escaparse de la ciudad, escaparse de las garras de la actividad que nos adormece y nos ciega. En realidad, no es escaparse, es sacudir con alegría a estar con Jesús.
En el Evangelio de ayer, escuchábamos que Jesús invitaba a los discípulos a descansar después de haber trabajado por él, después de haber hablado en su nombre, de haber curado enfermos, de haber experimentado que el poder de su Maestro había pasado por medio de ellos. Necesitaban descansar, descansar con él. Necesitamos apartarnos para estar con él. Solo trabaja bien, quien sabe descansar.
Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy, en donde Jesús se enfrenta otra vez a los fariseos, con los fariseos; en realidad los fariseos lo enfrentan una vez más y muestran otra cara de esa enfermedad que tiene todo hombre o que desea aflorar, que todos nosotros tenemos; que es que a veces podemos creernos «cristianos casi perfectos» y podemos ser bastantes fariseos sin darnos cuenta. Los fariseos piden signos, le piden a Jesús que les dé un signo, cuando, en realidad, ya les había dado muchos. La enfermedad del virus del fariseísmo —que todos podemos tener— consiste en pretender, de algún modo, que todas las cosas se adecúen a como nosotros queremos y pensamos; no es que practicamos el doblegarnos ante la realidad, sino que pretendemos que la realidad se doblegue ante nosotros. El gran sacrificio de un cristiano, antes que hacer muchas cosas, consiste en aceptar humildemente la realidad que lo rodea, las personas, las situaciones. El fariseísmo hace que veamos las cosas y, sin embargo, siempre pongamos un «pero», siempre queramos un poco más; esa actitud insaciable, ¿no?, en la que todo tiene que corresponderse con mis deseos y no me abro finalmente a lo que Dios Padre me muestra y quiere para mí. Y esto también se da a nivel muy humano, en la cotidianidad del día a día, cuando no nos abrimos a aquello que se nos muestra como otra cosa, a su manera, con su ser, con su pensamiento. Esta cerrazón es muy típica del fariseísmo. A veces somos así: pedimos signos, pruebas, mientras la prueba está en nuestras narices.
Por eso, Jesús los lanza, de alguna manera, al futuro. No les dice recuerden lo que hice, sino van a ver lo que voy a hacer: les voy a dar otro signo o el mejor. Hablaba de su resurrección. El fundamento de la fe de miles y miles de personas, de vos y yo que estamos escuchando ahora su Palabra, a través de lo largo de la historia de la Iglesia o en la historia de la Iglesia, es la resurrección. Por eso les dice: «…así estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches». Así como Jonás después volvería a aparecer, resucitaría.
El signo de nuestra fe –¿sabías?– es la resurrección de Jesús, y eso no se trata de una prueba científica, sino hay que probarlo en nuestra vida, experimentarlo con el corazón también. Es verdad que está basada en un hecho real, pero solo por la fe se puede llegar a la resurrección. ¿Cómo que Jesús no resucitó? Fíjate a tu alrededor, fijémonos lo que fue pasando en nuestras vidas, fijémonos en la presencia de Dios Padre en tantos momentos que se nos manifestó de tantas maneras distintas. Si nos cerramos, nunca vamos a percibir a Jesús. Si buscamos pruebas científicas de algunas cosas de la fe, nunca lo vamos a encontrar; las pruebas son distintas, son pruebas del corazón. Más bien busquemos pruebas en nuestro interior, busquemos experiencias de fe, busquemos conversiones de personas a nuestro alrededor, vidas de santos. Miremos a la Iglesia entera como se propagó y se propaga admirablemente, la Eucaristía, su atracción tan misteriosa, los sacramentos y tanto que recibimos gracias a la vida de la Iglesia.
Bueno, hoy no pidamos más signos, por favor, que el mayor signo ya se nos fue dado; tratemos de darnos cuenta de que Jesús está presente real y verdaderamente en nuestra vida y que la Palabra de Dios, que escuchamos ahora, nos quiera transformar para que no deseemos más de lo que ya tenemos, solo deseemos ser cada día más santos.