XXII Viernes durante el año

on 2 septiembre, 2022 in

Lucas 5, 33-39

En aquel tiempo, los escribas y los fariseos dijeron a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben».

Jesús les contestó: «¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar».

Les hizo además esta comparación: «Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más. ¡A vino nuevo, odres nuevos! Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor».

Palabra del Señor

Comentario

La verdadera humildad no está en hacer muchas cosas para dejar una huella en este mundo, sino más bien en aceptar lo que nos supera, en aceptar la debilidad propia y ajena, en bajarnos del pedestal de la soberbia que nos invita a creernos omnipotentes y todopoderosos, en callar más que hablar, en saber esperar mucho más que en ponernos como medida de todas las cosas. Sin embargo, ser humilde no quiere decir ser pasivos ante el mal, y mucho menos «dormidos» para hacer el bien, sino que tiene que ver con una actitud interior, oculta y silenciosa, que siempre nos ayuda a nos «desubicarnos», a no creernos los artífices de lo que hacemos, sino que siempre atribuírselo a la obra de Dios en nosotros. Humilde no es el que niega la realidad o dice que «no tuvo nada que ver en lo que hizo», sino que es el que siempre reconoce que la obra es del Padre, nosotros sus hijos, sus servidores, sus instrumentos. En cambio, el que se «ensalza» es el que, en el fondo, le roba el mérito a Dios, que con su gracia siempre nos impulsa a hacer el bien, y no se da cuenta de que sin «Él nada puede hacer».

Hay palabras o temas del Evangelio que no podemos evitar, aunque no nos gusten, aunque quisiéramos que no estén. Los sacerdotes a veces somos especialistas en «cambiar de tema» y no hablar de lo que habla Jesús. ¿Por qué será,¡no!? ¿Qué es lo que nos pasa a veces que no nos animamos a hablar de lo que Jesús habló con tanta claridad? Seguir el Evangelio de cada día, la lectura que la Iglesia nos propone nos «obliga» a esto, nos ayuda a profundizar, aunque cueste, sin miedo, a hablar de lo que Dios habla. Evidentemente hay cosas que no están muy de «moda» en la Iglesia, ni para hablar a los de adentro, ni para hablar a los de afuera.

El ayuno es uno de esos temas.

Es de esos temas que incluso a veces se lo minimiza, se lo ridiculiza, se lo ve como cosa pasada que no tiene sentido o incluso se lo deriva a otra cosa y no se le da la fuerza que Jesús le da. En Algo del Evangelio de hoy, Jesús no habla de manera figurada, habla directamente del ayuno, algo que Él mismo hizo; por eso no tenemos que esquivarlo, tenemos que enfrentarlo, escuchar a Jesús; qué nos dice, qué nos enseña, qué es lo que Él hizo y que es lo que se hizo históricamente a lo largo de la vida de la Iglesia.

Podemos preguntarnos hoy ¿qué valor y qué sentido tiene para nosotros –los cristianos– privarnos de algo que en sí mismo es bueno y útil para nuestro sustento como lo es el alimento?

Dice Jesús que cuando el Esposo les sea quitado –o sea cuando Él ya no esté más en este mundo, físicamente con nosotros – los discípulos tendrán que ayunar; y en ese grupo, el de los discípulos, estamos nosotros. ¿Por qué tenemos que ayunar durante la ausencia física de Jesús? ¿Por qué es necesario comer menos o no comer, o bien no comer tanto lo que nos gusta, que tiene que ver eso con la partida de Jesús? ¿Alguna vez te hiciste esta pregunta? Hay que hacerse esta pregunta, para entender hay que preguntar. El que no se la hace, siempre cae en uno de los extremos. O ayuna por obligación, solo por mandato sin un «corazón nuevo», poniendo vino «nuevo» en odres viejos o remendando un vestido viejo con un pedazo nuevo, o bien, ni siquiera ayuna porque le parece del pasado, le parece que hoy «ya no va más». Cuántas de estas cosas vemos y escuchamos. Hay que hacer lo «nuevo que nos plantea Jesús con corazón nuevo, con corazón de Nuevo Testamento y no del Viejo, de antaño.

Jesús en el Nuevo Testamento nos enseña que el verdadero ayuno consiste más bien en «dejar de alimentarnos de nuestro ego», para alimentarnos de cumplir la voluntad del Padre que ve en lo secreto y nos recompensa. Por eso el ayuno está orientado a que nos alimentemos del verdadero alimento que es hacer la voluntad de Dios, eso «llena el alma», eso es ser humildes. Eso llena el alma. Dejo de comer «algo» de este mundo caduco y pasajero, de mi propio ego, para alimentarme del alimento que da Vida Eterna.

El ayuno nos inclina hacia la caridad, al amor, a la misericordia. El verdadero ayuno nos entrena «interiormente» a tener la voluntad bien dispuesta, a estar pensando más en los demás y no estar tan encerrados en nosotros mismos. El ayuno ayuda a unificar nuestro cuerpo y nuestra alma, y poder refrenar, orientar nuestras tendencias y pasiones que a veces se desordenan, para un bien más grande que es el amor a Dios y a los demás. Y, por último, ayunar un poco, no ser tan golosos, nos ayuda a tomar conciencia del mal en el que viven tantos de nuestros hermanos que sufren hambre; san Juan dice en su Primera Carta: «Si alguno posee bienes en el mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿Cómo puede permanecer en él el amor de Dios?»

Ojalá que hoy estas palabras nos ayuden a poder encontrarle el sentido al ayuno, a poder ayunar de alguna manera, alguna comida, con algo que tendemos a desear mucho, ya sea en cantidad o en calidad. Cada uno tiene que descubrir en qué cosas puede darle a Jesús un «corazón nuevo» por amor a los demás.