XXVII Jueves durante el año

on 8 octubre, 2020 in

Lucas 11, 5-13

Jesús dijo a sus discípulos:

«Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: “Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle”, y desde adentro él le responde: “No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos.”

Yo les aseguro que, aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.

También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.

¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?

Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!»

Palabra del Señor

Comentario

¿Sabías algo? Cuanto más nos queremos adueñar de algo o de alguien, más fácilmente perdemos y más sufrirás al perderlo. En cambio, cuanto más soltamos, más libertad damos a las cosas, más nos vuelven, por verdadero amor. Toda una paradoja de lo que nuestro corazón se resiste a aceptar, porque tiende a querer adueñarse de las cosas como si fueran «creación propia». Pero solo Dios es dueño, solo Dios es creador. Acordate lo del evangelio del domingo: «Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos». ¿Por qué Jesús les dijo eso a los sacerdotes y nos dice a nosotros semejantes palabras? Porque cuando nos adueñamos de los demás, de los bienes espirituales o de las cosas, damos menos frutos, o no los damos o no los sabemos compartir. Cuando nos adueñamos de una amistad, cuando nos adueñamos de un afecto, por más legítimo que parezca, en definitiva, lo estamos usando para nuestra conveniencia y no estamos siendo generosos, no estamos dando libertad, como Dios nos la da a nosotros.

Cuando nos adueñamos de los bienes materiales como si fueran absolutos, les estamos privando a los demás la posibilidad de compartirlos. Cuando nos adueñamos de un talento, de una capacidad, o la damos a cuentagotas o donde se nos antoja, estamos siendo egoístas. Nos estamos perdiendo de algo más grande. Y lo peor de lo peor es cuando alguien que es puente entre Dios y los hombres, se adueña de esa gracia y no permite que les llegue a todos. Esa es la peor de las corrupciones. Pensemos y recemos hoy con esto: ¿De qué cosas nos estamos adueñando? ¿A qué cosas estamos apegados casi como si fuéramos dioses? Que, si por estar demasiado agarrados a algo, por ahí no estamos corriendo el riesgo de perderla por asfixia o de sufrir excesivamente al perderla por algo natural de la vida.

Algo del Evangelio de hoy nos enseña justamente a liberarnos de toda pretensión de poder y de tener, pidiendo lo que realmente es necesario, lo que realmente necesitamos. ¿Qué necesitamos? El Evangelio nos saca de esta duda. Jesús termina diciendo: «…cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan».

Entonces, ¿a qué se refiere Jesús con pedir, buscar y llamar? Bueno, creo que está claro. A pedir el Espíritu Santo, a buscar el Espíritu Santo, a llamar para que se nos dé el Espíritu Santo.

Entonces, él nos enseña a pedir lo mejor que podemos pedir. Nosotros tenemos que aprender a pedir lo mejor. Está bien que pidamos salud, trabajo, cosas para que nos vayan bien, y con las cuales podamos satisfacer nuestras necesidades materiales; pero Jesús nos enseña a pedir algo más grande, a más. Levantemos la cabeza, pidamos el Espíritu Santo.

Como dice San Pablo: «El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se les ha dado».

Todos somos hijos. Tu hijo es hijo de Dios, tu hija también, tu marido, tu mujer, tu vecino, tu jefe, incluso ese que te cuesta cruzar por el camino. No somos nuestros y nadie es de nadie. Esa es la linda verdad que debería dar paz a muchas de nuestras inquietudes, a nuestras ansias de poseer cosas y personas. Solo somos de Dios Padre y solo él debería ser aquello que jamás imaginemos perder en la vida.

¡Eso tenemos que pedir, buscar y llamar! Si todos los días pidiéramos esto, nuestra vida sería tan distinta. «Si nosotros, que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!». Eso quiere el Padre que pidamos: el Espíritu que habita en nosotros; que a veces tenemos escondido, tapado por nuestros olvidos y egoísmos, por nuestra soberbia y pereza, por nuestras ansias de «ser alguien» en esta vida, al modo mundano, sin darnos cuenta de que ya somos los mejor que podemos ser, hijos amados del Padre. Sería «demagogia sacerdotal» que hoy te diga que este evangelio es la puerta de entrada a pedirle cualquier cosa a Dios, sabiendo que él nos dará todo lo que deseamos. No es así.

Son desviaciones de la Palabra de Dios, desviaciones caprichosas de algunos malos intérpretes. Jesús nos enseñó a pedir, buscar y llamar, con insistencia y testarudez, pero nos habla de pedir el Espíritu de Dios, o sea, de pedir nada más ni nada menos que al mismo Dios en nuestras vidas. ¿Te parece poco? Podemos pedir mil cosas en esta vida, podemos inquietarnos por otras millones más, pero una solo es necesaria. Y como María, la del evangelio del otro día, debemos elegir la mejor parte que no nos será quitada. Pidamos hoy el Espíritu Santo, que habita en nuestro corazón y solo quiere que nos acordemos de él, que él también está, que él existe y que él obra en nuestras almas.