XXVII Miércoles durante el año

on 7 octubre, 2020 in

Memoria de Nuestra Señora del Rosario – Lucas 11,1-4

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”.

El les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino; danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación”.

Palabra del Señor

Comentario

Hay formas y formas de adueñarse de las cosas, de los corazones, de las personas, de lo que en realidad no es nuestro, de los regalos y de todo un poco. Pero no hay peor cosa que «adueñarse» de la salvación y de lo que es de Dios: de su amor y de su gracia. «A Dios lo que es de Dios», dice la misma Palabra de Dios. Ese es el gran peligro y error de los pequeños seres humanos, que somos nosotros. Somos muy insignificantes en comparación con la inmensidad del universo, con la inmensidad de la creación; pero, al mismo tiempo, somos tan capaces de considerarnos el centro de todo, incluso del mismo universo. Nada nos llevaremos de este mundo cuando nos toque partir y lo más esencial no depende jamás exclusivamente de nosotros. Sin embargo, podemos caer en la gran tentación de adueñarnos, como les pasó a los sacerdotes y ancianos del pueblo de Israel, los del evangelio del domingo.

Hoy la historia se repite, cuando, por ejemplo -como decía el Papa Francisco-, transformamos a la Iglesia en una «aduana», en donde se «chequea» a los que pasan para ver si están aptos para recibir el amor de Dios. Pero ¡cuidado! No hay aduana sin «aduaneros», sin los que ejercen esa profesión tan malvada. Podemos ser unos perfectos aduaneros de la Iglesia de cientos de maneras posibles, vos y yo. Se da cuando, en vez de allanar los caminos para que algunos entren y encuentren en la Iglesia un lugar de salvación, entorpecemos los senderos para hacer de la Iglesia un lugar de «exclusivos». No solo la culpa es de la jerarquía, sino que todos de un modo u otro colaboramos por acción u omisión. La salvación -grábatelo en el corazón- no es de nadie; en realidad, es solo de Dios, es un regalo de él. La salvación -que al fin de cuentas quiere decir «sentirse amados, perdonados siempre»-, volviendo a nacer una y otra vez, no puede ser un monopolio de los que están «adentro» de la Iglesia, sino un regalo para todos, que puede llegar de mil maneras diferentes a todos y que nosotros no somos nadie para señalar o decir quién se la merece o quién no.

Aunque parezca que no tiene relación, la oración que Jesús nos enseñó es camino de liberación para no creerse exclusivos, ni dueños de nada. Algo del evangelio de hoy se hace oración porque es el mismo Jesús, el mismo Señor que con sus palabras nos enseña hacia dónde tiene que estar orientado nuestro corazón.

Por eso, hoy no pretendo que analicemos cada petición del Padre Nuestro (la oración que tanto conocemos) que sería muy extenso. Te propongo entonces que digamos juntos: «Señor, enséñanos a orar. Jesús necesitamos la oración como el aire de nuestros pulmones. Necesitamos darnos cuenta de que sin escuchar al Padre vamos experimentado una orfandad de corazón, aunque él nunca nos deje y no deja de ser nuestro Padre, más allá de nuestros escapes. Necesitamos caer en la cuenta de que somos hijos; que siendo todos hijos, somos hermanos y todo es de todos. Enséñanos a rezar en este día la oración que hoy nos enseñaste con tanto amor».

Porque la oración es un don que debemos pedir; no es simplemente una obligación, algo que tenemos que hacer, como sin querer a veces nos enseñaron. Eso de que hay que «cumplir» con la oración, de que hay que rezar. ¡No! La oración debe convertirse en una necesidad del alma.

«Señor, regálanos el don de necesitar escucharte y hablarte». Porque eso es rezar, eso es orar: escuchar y hablar, dialogar como un hijo habla con su padre y con Jesús, como un amigo le habla al otro, y en el Espíritu Santo, que habita en nosotros y nos mueve desde adentro enseñándonos a clamar, como decía San Pablo: «Abbá», es decir, Padre o Papá, papito.

Hoy tomémonos cinco o diez minutos, miremos al cielo, miremos algo de lo que Dios hizo para nosotros, porque todo es don. Recitemos el Padre Nuestro como nunca lo hayamos hecho; recitalo al ritmo de tu corazón y no al de los labios que, muchas veces, repiten sin saber qué es lo que dicen. No lo repitas, decilo, pensalo. Escuchá lo que decís, imaginá lo que rezás, sentí lo que pensás.

Y terminemos agradeciendo la simplicidad y la sencillez de esta gran oración; la oración más completa, más plena, más necesaria de todo cristiano, de todo Hijo de Dios.

«Gracias Jesús por enseñarnos a orar. Gracias por dejarnos el Padre Nuestro. Gracias por permitirnos llamar a Dios como “Padre”, como tu Padre, como nuestro Padre. Gracias por hacernos hijos, por dejarnos compartir el ser hijos y el no creernos dueños de nuestra vida».

Hoy al rezar el Padre Nuestro no dejes de mirar también a los demás como hermanos; no dejes de pedir por todos los hijos de nuestro Padre, especialmente por los que menos sienten su presencia; no dejes de perdonar a los que te ofendieron; no dejes de intentar hacer su voluntad; no dejes vencerte por el pecado; no te dejes vencer por la tentación, por la prueba, por el maligno que quiere alejarnos del Padre; no dejes de elegir siempre lo mejor, aquello que nadie te puede quitar, la mejor parte.

«Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino; danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros queremos perdonar a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer la tentación».