
XXVIII Miércoles durante el año
on 14 octubre, 2020 in Lucas
Lucas 11, 42-46
«¡Ay de ustedes, fariseos, que pagan el impuesto de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, y descuidan la justicia y el amor de Dios! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello.
¡Ay de ustedes, fariseos, porque les gusta ocupar el primer asiento en las sinagogas y ser saludados en las plazas!
¡Ay de ustedes, porque son como esos sepulcros que no se ven y sobre los cuales se camina sin saber!»
Un doctor de la Ley tomó entonces la palabra y dijo: «Maestro, cuando hablas así, nos insultas también a nosotros.»
El le respondió: «¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!»
Palabra del Señor
Comentario
El Reino de Dios se parece a un gran rey que nos invita a las bodas de su hijo y está todo preparado, todo preparado: los terneros, la comida, la mesa. Todo preparado para que nosotros podamos también participar. ¡Qué lindo que es -retomando el evangelio del domingo- recordar que el Reino de Dios no es solamente una invitación a trabajar -como veíamos en otras parábolas-, una invitación a cumplir su voluntad, a dar frutos, sino que también es un banquete! Es un momento para disfrutar la relación con Dios; esa relación de Padre a hijos, de hijos con el Padre y de hermanos. Es para disfrutar también. Es para darnos cuenta de que es una alianza de amor en donde compartimos lo más necesario, lo que no nos puede faltar: el amor.
El banquete es simplemente una imagen para que nos demos cuenta de que el Reino de Dios también tiene algo de fiesta. Por eso, no tenemos que olvidarnos que esta invitación no podemos dejarla pasar. Cada día el Señor nos invita a participar de este banquete de amor. En nuestro bautismo fue nuestra primer gran llamada, pero también a lo largo de toda nuestra vida, una y otra vez, se nos prepara una mesa. La Eucaristía y cada sacramento es para los que creemos en el Reino de Dios y aquellos que queremos vivirlo como una participación del amor de Dios, para que nosotros también podamos desparramarlo a los demás. Dios quiera que nunca olvidemos esta dimensión tan linda del Reino de Dios, que se nos presentaba en esta parábola que tiene tantas enseñanzas. Pero continuemos con el evangelio de hoy.
En las duras críticas que escuchamos de Jesús hacia los fariseos, los doctores de la Ley y, por decirlo de alguna manera, de rebote también a nosotros que lo estamos escuchando, resalta una de las «hijas de la soberbia», por decirlo así, que se llama la vanidad o la vanagloria.
La vanidad es como la hija preferida de la soberbia y nos hace terminar cayendo por supuesto en la soberbia. Es el deseo desordenado de prestigio, de fama, de aplausos, de adulación; y la virtud opuesta, que tenemos que trabajar siempre, es la modestia. Repito esto una vez más: es el «deseo desordenado», exacerbado de ser reconocido; porque podríamos decir que hay siempre un sano deseo o un deseo bueno -y debe haberlo– de conservar nuestra buena fama, de cuidar nuestro nombre, que nos hace hijos.
Y Jesús, en Algo del Evangelio de hoy, lo dice bien claro: «Les gusta ocupar los primeros puestos en las sinagogas y ser saludados en las plazas. Son sepulcros limpios por fuera, pero sucios por dentro». Toda una imagen muy dura de escuchar, pero es así.
El vanidoso o vanidosa o cuando somos vanidosos, en el fondo, buscamos eso, antes que nada, buscamos ser alabados o buscamos alabarnos a nosotros mismos. Es cuando nos gusta hacer resaltar las cualidades o nuestros logros y a veces exageradamente, otras muy sutilmente. Pero siempre el vanidoso logra, de alguna manera, que sepan lo que hizo o lo que va a hacer. Y si no lo reconocen de algún modo, le sobreviene la tristeza e incluso se enoja, cae en la ira.
En las conversaciones el vanidoso usa mucho el pronombre personal YO, para darle más fuerza a la frase: «Yo hice esto», «yo le dije que haga esto». Casi que solo él hace las cosas bien y si los demás las hacen, rara vez las hacen «tan bien» como él.
En realidad, si nos ponemos a pensar, el ser vanidoso es una actitud en el fondo muy infantil; es una actitud de niños que todavía no han madurado. Pero no de ese «hacernos como niños» que nos pide Jesús en el evangelio, sino realmente una actitud de niño mimado, de niño malcriado, al que no se lo crió bien. Porque así como los niños malcriados necesitan que les festejen y aplaudan todo lo que hacen -en realidad esta actitud exacerbada por los adultos- y que también si no les festejan lo que hacen, se festejan a sí mismos -¿viste cuando un niño se aplaude a sí mismo por lo que hizo? – y nosotros también le aplaudimos para que se ponga contento. Bueno, esa misma actitud infantil la vemos en el vanidoso, pero en el vanidoso adulto.
Los niños necesitan el aplauso cuando se les enseña eso. Pero, en realidad, si le enseñáramos que no lo necesita, no lo necesitaría. Nosotros, sin darnos cuenta, le creamos la necesidad. Por eso, la vanidad es un signo de gran inmadurez en nuestra vida, que siendo adulto deberíamos ir superando día a día. Porque tenemos que asentarnos en realidad en lo que somos y en lo que Dios piensa de nosotros y no en la opinión ajena, en lo que piensan los demás.
Pero, lamentablemente, lo podemos arrastrar a lo largo de los años. Y cuando esta vanidad se da en el ámbito religioso, en nuestra vida de fe, en el fondo es mucho peor, porque podemos caer en la hipocresía de los fariseos, porque «usamos» a Dios para ponernos por encima de los demás. Y eso es lo peor que nos puede pasar. Qué triste cuando esto pasa en la vida religiosa: en un consagrado, en una consagrada, en un sacerdote, en un obispo, en un catequista, en un educador. Es el peor virus que puede haber dentro del corazón de un miembro de la Iglesia: la vanidad religiosa camuflada de bien. Cuando nos exaltamos a nosotros mismos «sirviéndonos» de los demás, pero en el fondo nos estamos sirviendo a nosotros. ¡Qué desastre! Y a veces incluso podemos poner cargas en los demás que ni siquiera nosotros mismos podemos llevar, que ni siquiera podemos tocarlas con el dedo.
Somos incluso capaces de hacer cosas así. Bueno, que hoy Jesús nos libre de la vanidad. Hay que pedírselo con todo el amor. Que él nos libre de esta hija de la soberbia que muchas veces está entremezclada en nuestro corazón, en nuestras relaciones humanas. Que podamos vivir este día afirmándonos en la gran alegría y certeza de lo que Dios piensa de nosotros, de lo que él ve y nadie ve, y no en lo que piensan los demás. El Reino de Dios es un gran banquete en donde todos nos sentamos en la misma mesa y todos somos hijos del mismo padre.