
XXXIII Sábado durante el año
on 19 noviembre, 2022 in Lucas
Lucas 20, 27-40
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él».
Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y ya no se atrevían a preguntarle nada.
Palabra del Señor
Resumen de la semana
Voy a proponerte en este sábado hacer una especie de resumen con algunas palabras que nos hayan quedado de esta semana en la que como trasfondo escuchábamos las palabras del Papa Francisco, que nos ayudaban a tener una actitud diferente ante la oración, proponiéndonos ponernos ante Jesús como aquel que nos mira para así poder escucharlo; Para poder dejarnos mirar por Él y dejarnos amar, y así sentir su Palabra.
Sin caer en “sentimentalismos” darnos cuenta que la oración también es eso: un juego de miradas y de abrir el corazón a Jesús.
El lunes, te acordás que escuchábamos el evangelio del ciego Bartimeo, y terminábamos con una oración que decía: “Señor, me imagino que soy el ciego Bartimeo, estoy en el camino con inmensos deseos de verte…”, que teníamos que pedir poder ver a Jesús; el milagro de verlo es el gran placer de cualquier creyente que está con el corazón volcado hacia Él» Esa era la petición del lunes… Empezar a ver para poder dejar que Jesús nos mire. ¡Qué lindo! En definitiva, eso es lo que cuenta. ¿Qué sentido tiene empezar a ver si no es para mirar a Jesús y dejarse mirar por Él? «Señor, que yo vea otra vez» Que veamos para poder ser mirados. Solo eso nos sanará de lo que tenemos que ser sanados.
Y el martes escuchamos ese otro lindo relato del rico Zaqueo, que termina siendo transformado interiormente por la presencia de Jesús cuando le pide quedarse en su casa y estar con él. Pero nos deteníamos en la «murmuración de todos» Todos murmuraban, seguramente murmuraban porque no se dejaron mirar por los ojos de Jesús. ¿Quién puede hablar mal de Jesús si fue mirado a los ojos por él? Imposible. Los que murmuran son los que no lo conocen. Lo mismo nos pasa a nosotros. Murmuramos cuando no conocemos, murmuran y sospechan de nosotros cuando no nos conocen, cuando no se dejaron mirar por nosotros alguna vez a los ojos.
El miércoles veíamos que la sospecha podríamos encontrarla en dos frases del evangelio, en los conciudadanos que no querían a ese rey por rey y en uno de los servidores que por tener un mal concepto de su rey, terminaba siendo mezquino y escondía el don en su «pañuelo». Decíamos: No sospeches de Dios, no le tengas miedo, no «inventes» que Dios es malo y exige más de la cuenta. Dios es Bueno, pero se toma en serio nuestra vida y por eso nos da para que podamos dar frutos, no para esconder lo regalado por andar murmurando por ahí, perdiendo el tiempo. ¿Vos nos harías lo mismo con tus hijos? ¿Vos no hacés lo mismo con tus hijos? ¿Vos no pretendés que tus hijos den todo lo que puedan dar, según lo que le fuiste dando a lo largo de sus vidas? Eso sí, Dios no exige más de lo que podemos dar, nosotros no exijamos más a los demás, a nuestros hijos, de lo que ellos pueden dar.
Y el jueves, contemplábamos a Jesús llorando frente a Jerusalén. ¿Eso no fue lo que hizo Jesús por nosotros también? ¿No fueron hoy esas lágrimas frente a Jerusalén, las lágrimas de Dios Padre que pasaron por el corazón de Jesús? ¿No será que Jesús algún día también le dijo a su Padre, «quiero que tus lágrimas sean las mías? ¿No será que todavía no terminamos de darnos cuenta que el dolor de Dios Padre es que nosotros no seamos capaces de decidirnos a amarlo como se lo merece? Jesús lloró. Jesús también llora cuando dejamos de mirarlo. Eso es algo que no debemos olvidar si queremos ser cristianos en serio. Solo podemos darnos cuenta que Jesús llora por nosotros si nos decidimos otra vez a mirarlo a los ojos.
Y ayer viernes veíamos a Jesús echando a los vendedores del templo, ese enojo de Jesús, un enojo equilibrado, que en el fondo nos ayudaba a descubrir también en dónde andan nuestros enojos ¿no?; porque hay cosas que nos enojan y otras que nos resbalan, y preguntarnos: ¿no será que lo que más nos interesa muchas veces somos nosotros mismos y por eso nos enojamos tanto? Dios nos habla por medio de los sentimientos –decíamos– tenemos que aprender a leer que hay detrás de cada sentimiento.
Y bueno, que este repaso de la semana nos ayude a descubrir eso; ¿por dónde nos estuvo hablando Dios estos días con su mirada? ¿Qué nos quiso decir? ¿Qué nos quiso decir en ese dolor? ¿Qué nos quiso decir en esa tristeza? ¿Qué nos quiso decir en esa alegría? ¿Qué nos quiso decir en esas cosas lindas que nos tocó vivir esta semana? ¿Nos hemos dejado mirar por Él? Porque en definitiva eso es lo importante.
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.