Book: Juan

V Domingo de Cuaresma

V Domingo de Cuaresma

By administrador on 21 marzo, 2021

Juan 12, 20-33

Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió:

«Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde Yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada. ¿Y qué diré: “Padre, líbrame de esta hora”? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!» Entonces se oyó una voz del cielo: «Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar». La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel». Jesús respondió: «Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes.  Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Palabra del Señor

Comentario

Los domingos son siempre especiales. Son días para, de alguna manera, aprender a «morir» un poco más a lo que cada día pretendemos ser, para abandonar algo de lo que hacemos todos los días y poder dedicar más tiempo a los que más amamos, a Dios, a nuestros seres queridos. Suena duro decir que en esta vida nos vamos muriendo de a poco, que cada día que pasa es un día menos en la tierra y posiblemente un día más cercano a Jesús. Suena duro, pero es la verdad, no hay que tener miedo. En este sentido, el domingo es de alguna manera un anticipo del domingo eterno sin ocaso que algún día deseamos vivir. Para el que tiene fe, este día es un día esperado, un día deseado y que, además, no queremos que termine. El domingo, de alguna manera, creo que nos ayuda a ir pregustando algo de lo que será el cielo. Nacimos en definitiva para eso, pero lamentablemente el pecado penetró en este mundo y en nuestro corazón y todo se hace más difícil de lo que Dios pretendía que sea.

Hay muchísimas personas que no pueden vivir un domingo en paz, un domingo –como se dice– «como Dios quiere». Son millones las personas que ahora están intentando sobrevivir, que luchan por una vida más digna, por una vida con domingos un poco más disfrutables. Son muchísimas las personas que se acercan a la Iglesia para encontrar un poco de paz, algo que no encuentran en sus hogares, por diferentes razones. Los que tenemos familias unidas, no deberíamos dejar de agradecer semejante don, porque no todos la tienen, y los que no la tienen, no se olviden de que la Iglesia es y puede ser a veces esa familia que nos falta, por una razón o por la otra. Es lindo pensar que Dios nunca nos deja solos y que, en realidad, en la mayoría de los casos, está solo el que quiere estarlo. Para este mundo somos, en definitiva, un número más, pero para Dios somos hijos, únicos e irrepetibles. Somos un número para el Estado, somos un número para la obra social, somos un número de socio para un club, tristemente para muchos somos un número. Para dejar de ser un número, debemos cada día aprender a ser como «el grano de trigo» que cae en la tierra para morir, para no quedarse solo, para dar fruto, para amar.

Algo del Evangelio de hoy nos lleva para ese lado, nos ayuda a compararnos con las semillas. Las semillas nacen para transformarse (ese es su fin), para dar algo nuevo. Todo en la naturaleza experimenta esta dinámica; la de nacer, crecer y morir para dar algo nuevo. Como se dice por ahí: «Nada se pierde, todo se transforma». Lo que para nosotros es muerte, es destrucción, en realidad muchas veces es transformación, es camino hacía algo distinto, hacía algo nuevo que nacerá y que será mucho mejor a lo anterior. Esa mirada es la que deberíamos tener con nuestra propia vida, con lo cotidiano y con la fe. Es el desafío diario de ver las cosas, nuestras cosas, desde una perspectiva más amplia, no solo desde nuestra pobre mirada, a veces un poco miope. ¿Cuántas veces pensaste que estaba todo perdido y, sin embargo, todo empezó de nuevo y mejor? ¿Cuántas veces miraste y pensaste que la muerte tenía la última palabra y, sin embargo, apareció un nuevo horizonte en tu vida? ¿Cuántas veces la tristeza te invadió desanimándote hasta las lágrimas y después apareció un gozo inesperado que dio un nuevo sentido a todo? La vida es así. Tu vida y la mía es así.

Justamente hoy Jesús se autocompara, podríamos decir, con una semilla de trigo: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto». Escuchemos a Jesús que nos dice: «Les aseguro de que, si no me entrego, si no muero generosamente por amor a ustedes, al hombre, mi vida no tiene sentido. Para eso vine al mundo, para entregarme y que esa entrega sea fecunda y todo eso por amor a mi Padre y a ustedes, a vos. Jesús es la semilla que vino a morir para dar fruto y lo hizo por medio del sufrimiento.

Tuvo que pasar por el sufrimiento para poder amar, como dice la segunda lectura: «Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer». Toda transformación produce dolor para dar amor. Jesús es la semilla que vino a ayudarnos a ser semillas también a nosotros. Nosotros también somos de algún modo pequeñas semillas en esta tierra. Nuestro corazón vive al modo de una semilla. Si no muere a sí mismo, queda solo. Si aprende a morir obedeciendo a la Palabra de Dios, dará mucho fruto. Hay que morir para vivir, esa es la «receta» de la vida.

Ya cercanos a la Semana Santa, en el evangelio de hoy se nos anticipa el misterio del acto de amor más grande de la historia, que transformó la historia, tu historia y la mía. Sigamos el camino de Jesús, la semilla que aprendió que lo mejor es dejarse transformar. No le impidamos al Padre que nos ayude a ir despegándonos de lo que nos aferra, de lo que nos ata, para poder ir ganando lentamente y poco a poco la Vida eterna.

IV Sábado de Cuaresma

IV Sábado de Cuaresma

By administrador on 20 marzo, 2021

Juan 7, 40-53

Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: «Este es verdaderamente el Profeta». Otros decían: «Este es el Mesías». Pero otros preguntaban: «¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?» Y por causa de él, se produjo una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él.

Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: «¿Por qué no lo trajeron?»

Ellos respondieron: «Nadie habló jamás como este hombre».

Los fariseos respondieron: «¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley, está maldita».

Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo: «¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?».

Le respondieron: «¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta».

Y cada uno regresó a su casa.

Palabra del Señor

Comentario

«Nadie habló jamás como este hombre», dice la Palabra de hoy. «Nadie habló jamás como Jesús», nadie, absolutamente nadie. Es lindo imaginar a Jesús hablando. ¿Alguna vez lo imaginaste? Hablándonos a nosotros ahora, hablándonos al «corazón», hablándonos en el silencio de este sábado, de ese silencio que tenemos que buscar nosotros mismos. Nadie jamás habló como él, y lo lindo de Algo del Evangelio de hoy es que, como siempre, podemos volver a escucharlo a Jesús. «Nadie habló como Jesús», lo que pasa es que no todos lo supieron escuchar o no todos escucharon lo que Jesús realmente quiso decir. Nadie jamás dijo lo que Jesús dijo, nadie hizo lo que él hizo. No sabemos si fue él un gran «orador» en el sentido actual de la palabra, con una gran oratoria, donde lo que se valora finalmente es otra cosa, la forma y no el fondo, más el modo de decir que las cosas de su contenido.

No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que sus palabras cautivaban, con lo cual hablaba muy bien. Su manera de decir las cosas atraía, enamoraba a aquellos que tenían el corazón abierto para recibirlas. Porque por más que uno sea un buen orador y por más orador bueno que tengamos en frente, si nuestro «corazón» no quiere abrirse, no quiere escuchar, nada lo puede doblegar. Y es por eso que, a pesar de que «nadie había hablado como Jesús», muchos no lo quisieron escuchar, muchos no le quisieron creer por más buen orador que fue. Se necesitan las dos partes: palabras lindas y bien dichas, verdades bien dichas, y corazones bien dispuestos y abiertos. Ahora… lo que no puede faltar nunca es el corazón dispuesto. Cuando el corazón está «agazapado» para escuchar, por más que las cosas que digamos no salgan tan bien dichas, siempre ese corazón encontrará algo bueno para rescatar.

Sería bueno que en esta cuarta semana de Cuaresma, ya a las puertas de la recta final hacia la Semana Santa, recemos para reflexionar cómo estamos recibiendo las palabras de Jesús, esas palabras que salieron de la boca de alguien que «habló como jamás se había hablado». Pensemos  en ese cantante o canción que nos gusta escuchar siempre, aunque pase el tiempo. Pensemos en ese profesor que nos gusta o nos gustaba escuchar por su manera de transmitir. Pensemos en esa película o serie que nos encanta sentarnos a ver y escuchar. Pensemos en ese libro que nos apasiona sentarnos a leer. Pensemos en ese sacerdote u orador que nos gusta escuchar. Bueno, ahora pensemos si la escucha de Jesús se acerca un poco, o por lo menos un poquito, a eso que pensamos, a esa persona que se nos viene al corazón. No siempre ponemos la misma fuerza del corazón en escuchar lo que nos gusta escuchar y en escuchar a Jesús. Claramente nos debería apasionar más escucharlo a Jesús. ¡Pobre Jesús!, es el que mejor habla, el que mejores cosas, verdades dice y muchas veces no lo escuchamos.

Este sábado, por eso, es una buena oportunidad para que repasemos por nuestra cuenta esas cosas que escuchamos en la semana y nos salió decir: «Nadie me habló así jamás», «nunca había escuchado algo así», «la Palabra de Dios me tocó de una manera especial el corazón». Es la oportunidad  para volver a escuchar lo que vale la pena escuchar. Es la oportunidad para volver a profundizar en eso que nos sorprendimos. Retomemos alguno de los evangelios, retomemos Algo del Evangelio de hoy, algún comentario. Retomemos algo que nos ayude. Imaginemos que Jesús es el que nos lo está diciendo, una vez más. Imaginemos, cerrando los ojos, que solo él puede decirnos algo así. Solo él habló así, solo él nos seguirá hablando así siempre. Que hoy podamos revivir esta experiencia, de la misma manera que la vivieron los que estuvieron cara a cara con Jesús y pudieron escucharlo.

Vuelvo a recordarte una vez más, que la manera más fácil y práctica de recibir los audios con el comentario del evangelio es bajándote la aplicación de Telegram, disponible para cualquier celular, que te permite buscar nuestro canal que se llama @algodelevangelio y unirte para tener los audios todos los días y los comentarios, incluso podés buscar audios viejos, podés compartirlos. También recordá que en nuestra web  www.algodelevangelio.org podés buscar otros modos de recibir los audios en tu celular, compartirlos, dejarnos testimonios y ayudarnos a seguir difundiendo la Palabra de Dios que tan bien nos hace, a vos y a mí.

IV Jueves de Cuaresma

IV Jueves de Cuaresma

By administrador on 18 marzo, 2021

Juan 5, 31-47

Jesús dijo a los judíos:

«Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.

Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.

Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.

Mi gloria no viene de los hombres. Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes. He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?

No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza. Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?»

Palabra del Señor

Comentario

«Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas», decía la Palabra del domingo. ¿Te diste cuenta de que cuando estás en la oscuridad y de golpe se enciende la luz, tus ojos tardan en acostumbrarse y casi no podés ver? Los ojos «odian», de alguna manera, la luz cuando las pupilas están acostumbradas a la oscuridad. De la misma manera, el hombre rechaza el bien cuando está, sin darse cuenta o sabiéndolo, en las tinieblas, en el pecado, en la debilidad. Por eso el mundo odia el bien, la verdad y la belleza, porque prefiere mantenerse en la ignorancia, en la oscuridad, creyendo que lo que ve es la verdadera realidad. Pasa a nivel global, le pasa a esta «cultura de la muerte», como decía san Juan Pablo II, que es capaz de justificar un genocidio en pos de un bien aparentemente con muchos derechos. También nos pasa a nosotros cuando «envidiamos» el buen obrar de otros, pasa dentro de la Iglesia cuando pensamos «mundanamente», en modo mundo, y nos adaptamos a una cultura que le gusta «dialogar» a su manera y nos va «acorralando» para que nosotros no ventilemos la verdad.

La dictadura del relativismo, como la llamaba Benedicto XVI, que gobierna al mundo odia la luz de Jesús y nos acusa de «cerrados» y retrógradas a nosotros, mientras ellos imponen una nueva forma de vivir que excluye otros modos de pensar y vivir. ¿No te pasó alguna vez? Hay muchísimas personas que se llaman así mismas «supuestamente» abiertas, pero que, en realidad, te crucifican, de algún modo, cuando opinás distinto, cuando expresás tu manera de pensar y sentir la vida. Es muy contradictorio, pero pasa. Esto pasa cuando el corazón del ser humano está en las tinieblas, cuando se cree dueño de una propia verdad, pero no acepta la verdad que viene de Dios, que es la única verdadera, valga la redundancia. Nadie dice, por lo menos desde la Iglesia, que debemos imponer una forma de pensar, pero tampoco podemos resignarnos a que nos impongan una verdad que destruye al ser humano. No podemos callarnos. Vos y yo somos testigos de algo superior, de algo trascendente y esa es nuestra gran alegría y nuestra gran tarea. Si habláramos en nombre nuestro, seríamos como aquellos que quieren imponer su verdad.

Sobre esto habla también Algo del Evangelio de hoy. Jesús no habló en su nombre, sino en nombre del Padre. Juan el Bautista, los apóstoles no hablaron en su nombre, con la sabiduría de este mundo. Nosotros no hablamos en nombre nuestro. No nos creerán por hablar mucho o hacer mucho, por ser unos genios y grandes pensantes, hacedores de cosas y llenos de aplausos, sino por ser transparentes en el sentido más profundo y cristiano de la palabra. Ser luces que no tienen luz propia, porque a veces no nos da el corazón, porque a veces todo nos abruma y las tinieblas nos pasan por encima, porque estamos cansados y caemos y también pecamos. Lo más lindo de ser testigos de Jesús, de ser luces, es justamente que la luz no es nuestra y por eso, si la sabemos cuidar, nunca se apagará, y aunque nosotros caigamos siempre, habrá alguien que la volverá a reflejar. Si crees que no podés, es justamente porque estás pensando que podés por tus propias fuerzas, y en realidad es todo al revés. Cuando te convenzas de que por tu fuerza vos no podés, será justamente cuando dejes brillar lo que viene de Jesús y te conviertas en lámpara que arde y porte una luz que no se cansará de brillar e iluminar, la luz del mundo que es el mismo Jesús.

Cuando somos nosotros los que nos ponemos en el centro, cuando pensamos que los frutos vendrán gracias a nuestras «iluminaciones» o grandes ideas, es justamente cuando los frutos no son abundantes o, por lo menos, no serán tan duraderos. La paz del corazón, la alegría perfecta es la que brota de la certeza de percibir que la obra no es nuestra, que la obra es de Dios, que nosotros somos simples servidores y que, muchas veces, desde la cruz del fracaso surgirán las mayores bendiciones.

Eso es lo que experimentó Jesús en carne propia, eso es lo que vivieron los santos, eso es a lo que estamos llamados a vivir. No importa el qué dirán; no importa que te digan fracasado, fracasada, que piensen que lo que hacés no tiene sentido; no importa que no veamos los frutos, lo que importa es hacer lo que Jesús nos pide, dejándole a él lo que le corresponde solo a él, solo a Dios.

IV Miércoles de Cuaresma

IV Miércoles de Cuaresma

By administrador on 17 marzo, 2021

Juan 5, 17-30

Jesús dijo a los judíos:

«Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo». Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre. Entonces Jesús tomó la palabra diciendo:

«Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados. Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere. Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida. Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán. Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.

No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio. Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió».

Palabra del Señor

Comentario

Si Dios amó tanto y ama tanto al mundo, la lógica –por lo menos la de Dios– no puede ser otra que la salvación, el evitar la condenación de sus hijos. Y así lo dice la Palabra: «Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». Eso decía el evangelio del domingo. Tenemos que quitarnos de la cabeza y del corazón la idea de un Dios que vino a juzgar, a condenar; todo lo contrario, vino a salvarnos, a entrar en comunión con nosotros, a unirse íntimamente a nuestro corazón, a que nosotros entremos en comunión con él. Cuando olvidamos esta gran verdad, Dios termina siendo muy parecido a nosotros; en realidad, nos hacemos un Dios muy parecido a nosotros, demasiado humano, al modo humano y no al modo de Dios. Dios se hizo humano, es verdad, pero sus pensamientos y sentimientos no son los nuestros, sus caminos tampoco, sino que él desea que cambiemos nuestro modo de pensar y sentir.

¡Qué lindo que es saber que Jesús vino a salvarnos! Entre tantas cosas de las que vino a «salvarnos», una de ellas es la de tener una imagen de su Padre que no es la verdadera. A meternos a fuego en el corazón de que su mayor deseo es que nos sepamos amados, sostenidos y siempre perdonados. Solo eso conduce nuestros pensamientos y sentimientos a un buen puerto, al puerto de su misericordia que siempre nos recibirá con los brazos abiertos, para que nosotros también podamos darla a los demás. Toda imagen falsa de Dios, tanto si es castigadora como bonachona –digamos así–, no nos conduce al verdadero corazón misericordioso de un Padre que nos amó tanto como para enviarnos a su Hijo único para que confiemos y vivamos por él.

Algo del Evangelio de hoy nos ayuda mucho a seguir en este camino. Es compleja y extensa la lectura de hoy para comentarla toda, de una gran riqueza, por eso me quedo con algo, me quedo con estas palabras de Jesús: «Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida». Todo lo que Jesús hizo y habló fue y es para que creamos en Aquel que lo envió, para que confiemos en el amor de su Padre. Para que creamos en su Padre, para que creyendo que Dios es Padre tengamos vida, Vida eterna, vida de la buena, vida que quita el miedo, vida que da ganas de vivir y que nos saca de la muerte de nuestro egoísmo y de una imagen desdibujada de Dios, de una imagen castigadora. Jesús no pretendía que lo escuchen a él directamente, sino a su Padre. Estos audios sinceramente no los hago para que escuches mi voz, sino para que escuches la de Jesús y escuchando la de Jesús escuches la del Padre. Esto es una cadena de envíos. Vos y yo formamos parte de esta cadena. Somos eslabones del mismo deseo de Dios, que nos ama infinitamente y quiere que transmitamos su amor.

Dios Padre salió a buscar a sus hijos enviando a su Hijo al mundo para que creyendo en sus palabras creamos en que él es mucho más bueno de lo que imaginamos, que a Dios no podemos tenerle miedo, que el amor quita el miedo, el amor levanta y nos hace andar con nuestra antigua camilla, con nuestras debilidades a cuestas e imperfecciones por el mundo, pero creyendo y caminando. Acordate que Dios es como el Padre de la parábola del hijo pródigo. Acordate de que Jesús es la luz del mundo que vino a sacarnos de la ceguera en la que vivimos. Acordate de que a partir de nuestras debilidades muchas veces comenzamos a ver la vida de otra manera. Acordate que aunque estés en el «fondo del mar» se puede empezar una vida distinta. Acordate que tener Vida eterna no es esperar la muerte, sino empezar desde ahora una vida distinta, con más plenitud, con más amor, con más fe. Solo hay que creer, confiar y confiar en las palabras de Jesús.

Acordate que hay que creer y caminar, no queda otro camino. «Se hace camino al andar», hay que salir. No podemos esperar que nos cure un milagro «demasiado instantáneo», sino que tenemos que aprender a pedir ayuda y caminar junto a Jesús y los que más amamos.

¿Queremos curarnos? Creamos, tomemos nuestra camilla –no la tiremos– y empecemos a caminar. Así empiezan las cosas lindas de la vida.

IV Martes de Cuaresma

IV Martes de Cuaresma

By administrador on 16 marzo, 2021

Juan 5, 1-3a, 5-16

Se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.

Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.

Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?»

Él respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes».

Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina».

En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar.

Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla».

Él les respondió: «El que me curó me dijo: “Toma tu camilla y camina”». Ellos le preguntaron: «¿Quién es ese hombre que te dijo: “Toma tu camilla y camina?”»

Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.

Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía».

El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.

Palabra del Señor

Comentario

Lo que le falta escuchar a este mundo son palabras de amor, palabras que contengan amor pero que realmente lo transmitan. Lo que nos falta a nosotros escuchar muchas veces son palabras que nos confirmen que somos amados. La mejor terapia es el amor verdadero y todas nuestras terapias psicológicas son necesarias cuando nos faltó amor, o por lo menos cuando no lo percibimos en la medida que lo necesitábamos. Por eso es lindo volver a escuchar siempre: «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna». Dios te ama y me ama tanto… tanto, tanto que no podemos imaginarlo, tanto que nos cuesta comprenderlo. Nos ama y por eso vino al mundo por nosotros. Nos ama tanto que, si creemos en ese amor, aunque nuestro cuerpo se vaya muriendo, en realidad nosotros seguiremos viviendo. Esto necesitamos escuchar una vez más, los que son amados y fueron amados por sus más cercanos y, especialmente, los que no lo fueron ni lo son. El mundo necesita escuchar que Dios lo ama, aunque se lo olvide muchas veces, aunque su corazón esté en otra cosa, porque en los momentos que lo necesite acudirá, acudiremos a ese amor que es incondicional, que siempre está. Vos y yo somos de algún modo las voces de Jesús en medio de este mundo, las voces que deben gritar con amor de que Dios es amor y que Dios nos ama, los ama a todos.

Todas las barbaridades que vemos que pasan en este mundo son, en el fondo, un grito desesperado de necesidad de ser amados. No hay hambre más doloroso que el hambre de amor, y las razones más profundas por las cuales obramos mal son las de no sentirnos amados y, por lo tanto, no amar. Pidamos a Jesús que nunca nos olvidemos de su amor, de que nunca dudemos que, a pesar de todo, él siempre nos ama. Como esos dos padres de familias que murieron de hace poco –me contaron sus hijos, su familia–, que cada mañana enviaban los audios. Los dos murieron repentinamente, dolorosamente. Sin embargo, esa mañana uno de ellos había escuchado el audio con la Palabra y se dedicaba a transmitirlo con mucho amor. «Escuchen –decía–, escuchen». El otro siempre la mandaba, pero esa mañana no pudo enviarla porque murió, partió de este mundo. Por eso se dieron cuenta que había muerto, porque él siempre mandaba la Palabra una hora. ¡Cómo me conmovió el relato de estas dos familias!, pero, al mismo tiempo, ¡qué alegría, qué gozo escuchar que hay hombres y mujeres que día a día quieren gritarle a los demás, con mucho amor, que Dios los ama!

Algo del Evangelio de hoy muestra, de alguna manera, que Jesús es el único que ve lo que nadie ve, que Jesús es el que ama en el silencio, en lo oculto, aunque parezca que nadie nos ama. Dice la Palabra: «Yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años». Esperaban y esperaba ser sanado. Pero la piscina en realidad no es un lugar, sino que es el mismo Jesús, para nosotros, porque él es el agua viva en donde todos debemos sumergirnos para encontrar alivio, frescura y vida. Este pobre hombre del evangelio de hoy no tenía quien lo acerque a la pileta, en donde supuestamente se iba a curar. Treinta y ocho años de enfermedad y no sabemos cuántos años de indiferencia. Nadie lo acercaba al «agua de Dios» mientras él boqueaba de dolor, como un pez fuera del agua. Nadie se compadecía de él, hasta que apareció el buen Jesús. Solo él se acercó a preguntarle qué quería. El milagro muestra también algo más profundo todavía, no solo la curación.

¿Quién es el que lo cura finalmente: el agua de la piscina o Jesús? ¿Cuál es el agua de Dios de nuestros tiempos? Digo esto porque hoy escuchamos tantas cosas, tantas alternativas de curaciones, tantas «piscinas» que nos ofrecen, de curanderos, sanadores, videntes, cursos de no sé qué y el spa de no sé cuánto, y uno se pregunta: ¿Y Jesús? ¿Y el pobre Jesús, que nos espera siempre? ¿Qué nos pasa que a veces no acudimos a él o no dejamos que él acuda a nosotros para preguntarnos si queremos curarnos? Es entendible que ante el dolor y la desesperación uno busque todo lo que está al alcance de la mano casi desesperadamente, todo lo que le ofrecen. Pero no nos dejemos engañar, no nos dejemos atraer por propuestas tentadoras. Es entendible que a veces erremos el camino, pero, al mismo tiempo, también es inentendible que teniendo a Jesús busquemos cosas tan pequeñas, tan insignificantes en comparación con él.

Jesús hoy nos dice a todos: «¿Querés curarte? ¿Querés dejarte ayudar? ¿Querés salir de esta enfermedad espiritual en la que te metiste sin querer y no podés salir?» La Cuaresma es tiempo de salir de eso, de tomar la camilla y levantarse, resucitar y dejar el pecado, la debilidad que nos agobia, la avaricia, la pereza, la lujuria, la soberbia insoportable, la gula, la ira, la envidia y todo lo que nos aleja de los demás y de nuestro Padre. El remedio es simple, pero implica un poco de nuestra parte.

Siempre hay alguien que puede sumergirnos en el «agua de Dios», que en realidad es Jesús. Nosotros podemos ser los que ayudemos a otros a encontrar a nuestro salvador. No solo los sacerdotes, todos somos la voz de Jesús en medio de este mundo olvidadizo de amor. Jesús sabe que desde hace mucho tiempo estamos así, solo él lo sabe. ¡Levantémonos, tomemos nuestras camillas y empecemos a caminar!

IV Lunes de Cuaresma

IV Lunes de Cuaresma

By administrador on 15 marzo, 2021

 

Juan 4, 43-54

Jesús partió hacia Galilea. Él mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.

Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.

Jesús le dijo: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen».

El funcionario le respondió: «Señor, baja antes que mi hijo se muera».

«Vuelve a tu casa, tu hijo vive», le dijo Jesús.

El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. «Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre», le respondieron.

El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y entonces creyó él y toda su familia.

Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.

Palabra del Señor

Comentario

Antes que olvidarnos de Dios, de su amor, es mejor «que se nos paralice la mano derecha, que se nos pegue la lengua al paladar». Algo de esto expresaba el salmo que escuchábamos en la misa de ayer, domingo. Empecemos esta semana con este deseo, con la decisión de centrar nuestras obras, palabras y pensamientos en los de Dios. Cuando nos olvidamos de que «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna», nos vamos perdiendo en la vida y, de a poco, las «tinieblas» empiezan a copar nuestro corazón.

El amor incondicional de Dios Padre hacia cada ser humano, enviando a su Hijo a este mundo para amarnos hasta el fin, debería ser el ancla que nos sostenga siempre, en cada momento, mientras navegamos en el mar de esta vida, tanto en los momentos de alegría como en los de tristeza. El amor de Dios debería estar «por encima de todas nuestras alegrías», de todos nuestros anhelos y deseos, por más legítimos y verdaderos que sean. El amor incondicional de Dios, más allá de todos nuestros olvidos, tiene que ser el lugar en donde todos podamos descansar, en un mundo donde parece ser que no tenemos descanso. Empecemos así esta semana, ¿te animas? Creo que se puede, creo que podemos pedirlo como gracia todos. ¡Qué lindo cuando uno encuentra personas que viven así, deseando el amor de Dios y deseando que otros lo conozcan!

Algo del Evangelio de hoy nos muestra cómo este padre pudo comprobar por sí mismo que el milagro que tanto había soñado (la curación de su hijo) coincidía con la hora en la que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Fue a pedirle que baje con él, o sea, le pidió en realidad que lo acompañe muchos kilómetros hasta su casa. Sin embargo, Jesús lo invitó a confiar en su Palabra, lo invitó a creer antes de ver, aunque podríamos decir que terminó de creer cuando vio. Contrario a lo que nosotros muchas veces necesitamos, ver para creer. Jesús nos da algo de fe, podríamos decir, pero al mismo tiempo nos anima a confiar más y más, para que esa fe crezca, y después terminemos de creer, y así sea como un ida y vuelta.

Hoy Jesús sigue invitándonos a muchos a creer, a confiar, a no buscar más signos que su Palabra. Porque el mayor milagro que él puede lograr en nuestra vida, además de curar enfermedades físicas (cosa que pasa tantas veces), es la de creer, es la de confiar en lo que nos dice, en su amor. Creer y confiar es un milagro en un mundo lleno de miedos y dudas. Creer y confiar en la Palabra de Dios es un milagro en nuestro corazón, que a veces todo lo calcula, todo lo mide y de todo se quiere asegurar. En cambio, el que cree se anima a no calcular tanto, a no medir todo y a no estar buscando seguridad en cada paso, sino a dejar espacio también a la novedad, como el hombre del evangelio de hoy. Va en busca de Jesús con un fin, con una intención; sin embargo, se vuelve solo con unas palabras, con promesas y un corazón lleno de confianza. «Creyó y se puso en camino», dice el evangelio.

El creer nos pone en un camino diferente. Creer es moverse, no es cruzarse de brazos. El que cree empieza a moverse en la dirección que Jesús le señala; «Volvé a tu casa», le dijo. Por eso, más allá de lo que pidas a Jesús día a día, más allá del deseo que tengas de que cure la enfermedad de un ser querido, de un amigo tuyo o de quien sea, él quiere que nos movamos, que vayamos hacia ellos, por los cuales también nosotros estamos pidiendo. Más allá de que al buscar a Jesús para algo en especial, también es bueno que aprendas a escucharlo, que aprendamos a escuchar lo que nos dice: «Volvé a tu casa, tu hijo vive». Volvé a lo tuyo, ponete en camino. Cree y confiá. La vida es camino, la fe es un camino y solo caminando se empieza a ver mejor. Solo empezando a confiar, solo empezando a perder tantos miedos, tantos porqués, tantas dudas, se empieza a descubrir que las palabras de Jesús se van cumpliendo. Creer es esto. Creer no es magia.

Creer es buscar a Jesús, buscar algo de él, pero aprender a recibir lo que él quiere darnos y, al mismo tiempo, animarse a esperar «lo que venga» –como decimos a veces–, lo que Dios quiera; pero siempre con él, sabiendo siempre que, si estamos con él, nada podrá «voltearnos», nada podrá quitarnos la seguridad y alegría de ver signos de su amor en cada paso que damos.

En esta semana de Cuaresma pidamos más claridad para confiar sin pedir nada a cambio, para confiar en la medida que caminemos descubriendo el sentido de lo que hacemos. Pidamos confiar en las palabras de Jesús y ponernos en camino, no hay que dar muchas vueltas.

IV Domingo de Cuaresma

IV Domingo de Cuaresma

By administrador on 13 marzo, 2021

Juan 3, 14-21

Dijo Jesús: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios».

Palabra del Señor

Comentario

Continuamos en este camino cuaresmal, en este camino que lentamente nos llevará hasta la Pascua, hasta el calvario, hacia ese lugar en donde Jesús dio la vida por nosotros y donde finalmente, también, resucitó para llenarnos de alegría. Dios vino desde lo alto para hacerse hombre por nosotros. Todo una imagen. Los momentos más importantes de su vida los vivió, podríamos decir, en lo alto, en las cumbres de las montañas y dio su vida en lo alto de un monte, por vos y por mí. ¿Sabés por qué? Entre tantas respuestas a esta pregunta, una de ellas creo que puede ser porque fuimos creados para lo «alto»; fuimos creados no para «arrastrarnos», simbólicamente, sino para apuntar alto, para caminar juntos a la cima de la montaña de la Vida eterna, dando la vida, esforzándonos para amar día a día.

¡Qué difícil comprender este deseo de Dios cuando cada vez más el ídolo de este mundo es la comodidad y la ley del menor esfuerzo! Muchas cosas que antes se conseguían con esfuerzo y entrega, hoy se consiguen «así nomás», con un «clic»; hoy nos vienen, digamos así, de «arriba» y muchos son los que pretenden que las cosas se les dé sin entregarse, sin sacrificarse, sin esforzarse, sin trabajar. ¿Qué haría hoy Jesús en nuestro lugar? ¿Cómo viviría si fuera uno de nosotros? Creo que se esforzaría para alcanzar sus deseos, las cosas que su corazón le pedía; que caminaría por los lugares más «escarpados», no para sufrir por sufrir, sino para enseñarnos que la vida hay que vivirla pero también hay que lucharla. Parte del camino de la Cuaresma es ir comprendiendo este misterio oculto que pocos se animan a enfrentar, el misterio de la cruz, de la entrega cotidiana, para hacer de este mundo un espacio de hermanos, en donde todos nos ayudemos mutuamente, pero especialmente a los que les toca las cruces más pesadas.

Jesús no solo murió en un monte, sino que además murió elevado en una cruz. Fue levantado en alto –como se hacía en esa época– como escarmiento para que vean la muerte, para que vean cómo se humillaba el asesinado. Sin embargo, para los que creyeron en Él, para vos y para mí, esa elevación fue causa de salvación, es causa de salvación aun hoy para tantos. Por eso vayamos a Algo del Evangelio de hoy.

Para poder comprender un poco más, es necesario que recordemos que en el Antiguo Testamento, después de la liberación de los hebreos de Egipto, durante su tránsito por el desierto, los israelitas cayeron una y otra vez en el olvido del amor de Dios, como te pasa a vos y a mí. No podían mantener la alianza que habían hecho con Él en el monte Sinaí por medio de Moisés al recibir los mandamientos. Después de una de esas tantas pérdidas de paciencia del pueblo, Dios permitió que sean picados por serpientes y es ahí donde los israelitas le piden a Moisés que interceda por ellos para ser librados. Moisés escucha la voz de Dios que le ordena que fabrique una serpiente abrasadora, poniéndola en una asta para que todo el que la mire sea curado. Es por eso que Jesús hoy dice: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna». ¿Y nosotros?, ¿para nosotros?, podríamos preguntarnos.

Siendo domingo creo que nos puede ayudar revivir esta imagen en la misa, y aunque no vayas, aunque no puedas ir, que puedas entender por qué la Iglesia hace ciertos gestos en la liturgia que nos ayudan a revivir la salvación que nos trajo Jesús. Por eso, podríamos decir que, de la misma manera, es necesario que en cada misa sea levantado el Cuerpo de Jesús para que todos veamos, creamos y tengamos Vida eterna. Son dos los momentos en el que el sacerdote eleva el Cuerpo de Cristo para que pueda ser adorado – en la consagración y antes de la comunión -, para que al ser levantado tengamos la oportunidad de volver a creer, de creer que Él está ahí siempre, entregándose por nosotros como lo hizo en la cruz.

Jesús con esa expresión se refería a su pronta entrega en la cruz.

Él debía ser levantado en alto, clavado y crucificado por nosotros para que nosotros nos convenciéramos de su amor. Era necesario. El amor de Jesús se transformaría en un imán para nuestros pobres corazones deseosos de amor. «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna». Sí, Dios te ama, Dios nos ama. ¿Podemos dudar de eso? Hoy las lecturas son un derroche de expresiones de amor para con nosotros. La Palabra de Dios es clara, las acciones de Dios también. Dios nunca dijo algo que no haya cumplido. Así también lo decía san Pablo: «Así, Dios ha querido demostrar a los tiempos futuros la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús».

La prueba de que Dios nos ama es que, aun siendo pecadores, envió a su Hijo único no para condenarnos, sino para salvarnos, para darnos una vida nueva, la Vida eterna de los que creen en Jesús. Eso recibimos al creer: una vida nueva y eterna. «Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras».

Ya cercanos a la Pascua, elevemos nuestras miradas a Jesús elevado en la cruz, a Jesús elevado en cada hostia en las misas de cada rincón del mundo. Miles de veces se vuelven a repetir las mismas palabras y sucede lo mismo. Miles de veces volvamos a decirle a Jesús lo mismo: «Queremos mirarte, queremos creer, queremos tener Vida eterna».

III Domingo de Cuaresma

III Domingo de Cuaresma

By administrador on 7 marzo, 2021

Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».

Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.

Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»

Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar».

Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero Él se refería al templo de su cuerpo.

Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.

Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.

Palabra del Señor

Comentario

«Él sabía lo que hay en el interior del hombre», dice la Palabra de hoy. Él sabe lo que hay en tu interior y en el mío, en el de todos, y eso es algo que jamás podemos olvidar, sin importar cómo estemos (un poco mejor, un poco peor), tanto si estamos en la oscuridad como en la luz. Él sabe de nuestras oscuridades e incoherencias. Él sabe de nuestras luchas cotidianas, de nuestras victorias, de nuestros pecados ocultos. Sabe de nuestras tristezas y depresiones. Sabe de nuestros triunfos silenciosos, esos que nadie puede ver. Él sabe cómo no estamos viviendo libremente nuestra fe cuando hacemos de «su casa una casa de comercio». Él lo sabe todo, desde antes que nosotros podamos darnos cuenta. En este domingo de Cuaresma es lindo que no olvidemos esta gran verdad, «porque nos conoce a todos y no necesita que nadie le informe de nosotros». ¡Menos mal! Si Jesús se dejara llevar por lo que dicen los otros de nosotros, Él tendría una imagen bastante desdibujada de nuestro corazón. ¿No te consuela saber que solo Él sabe bien quiénes somos verdaderamente y lo que somos?

Los domingos muchos de nosotros vamos al templo, a tantos templos esparcidos a lo largo y ancho de este mundo. ¿Cuántos habrá? Miles de miles. Hay de todo tipo y color, en cualquier tipo de país, de comunidad y de condición social. Cientos y miles de lugares, en donde nos reunimos a celebrar nuestra fe para no olvidar que Jesús con su vida, muerte y resurrección vino a inaugurar una nueva etapa de la historia, en donde ya no es necesario «comerciar» con Dios para poder agradarle. ¿Pensaste en esto alguna vez?

El mensaje de Algo del Evangelio de hoy es fuerte y profundo, y por eso erramos el camino si solo lo interpretamos desde la superficialidad, quedándonos solo con el enojo de Jesús, con su santa ira, como se dice, que incluso sorprende mucho. Por eso, hoy te propongo empezar desde otro lado… desde la liturgia, ya que la misma celebración nos ayuda a comprender las Palabras de Dios que se proclaman; y al revés, comprender la Escritura nos ayuda a comprender lo que celebramos cada domingo, cada día.

Después de la presentación de las ofrendas en la misa, el sacerdote puede decir la siguiente oración que dice así: «Oremos, hermanos, para que, llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso». ¿Te la acordás? Especialmente en ese momento, se nos invita a todos a ofrecer en el altar, junto con el pan y el vino, nuestra propia vida, nuestros gozos, las cosas que nos dan satisfacción, nuestras alegrías, lo lindo de la vida que Dios nos regaló; también las fatigas, los cansancios, las cosas que no salieron como queríamos, los sufrimientos, las incomprensiones, las tristezas: todo aquello que aparentemente no sirve y no suma. Bueno, todo eso también la Iglesia nos invita a ofrecerlo. Todo. «Nada se pierde, todo se transforma» para aquel que tiene fe en Jesús. Ofrecemos todo disponiéndonos a ofrecer un sacrificio de amor, el sacrificio del amor, de Aquel que se entrega por amor a su Padre; en realidad, nos unimos a su ofrenda. Solo esa entrega es agradable al Padre y todo lo nuestro se suma para poder hacer que esa ofrenda sea recibida por el Padre, una ofrenda que tenga sentido y dé frutos.

Todo eso podemos hacerlo gracias a la entrega de Jesús en la Cruz y a su Resurrección, que dieron comienzo a una nueva forma de dar culto a Dios: dándole al Padre lo que le corresponde, o sea, todo. El hombre no podía, no puede darle todo; en cambio, su Hijo sí. Jesús expulsó a los vendedores del templo ese día para anticipar lo que sería su entrega en la Cruz definitiva, su Resurrección y la construcción de un nuevo templo de Dios, su mismo cuerpo. Por eso dice el Evangelio: «Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”». Su presencia ya no se reduce al templo material. Hoy podemos dar culto a Dios con nuestras vidas –no con animales y cosas–, «con nuestros gozos y fatigas».

Hoy damos al Padre lo que le corresponde, especialmente en la misa por medio de su Hijo, pero también lo hacemos al leer y escuchar su Palabra, al rezar silenciosamente en nuestro corazón, al amar al más débil, al amar a todos, al trabajar, al cumplir con nuestros deberes; sencillamente, al vivir sus mandamientos, que son luz y guía en nuestras vidas.

No convirtamos nuestra relación con Él en «un comercio». No nos hagamos ídolos que no pueden hablar ni escuchar. No nos hagamos un Dios a nuestra medida. Vos y yo somos el Cuerpo de Cristo, eso es la Iglesia y, además, somos Templo del Espíritu Santo. ¿Nos parece poco?

II Domingo del tiempo durante el año

II Domingo del tiempo durante el año

By administrador on 17 enero, 2021

Juan 1, 35-42

Estaba Juan con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios.»

Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?» Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?» «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.

Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas», que traducido significa Pedro.

Palabra del Señor

Comentario

Por ahí te acordarás que te conté que en este año, salvo algunas excepciones como los tiempos fuertes de Cuaresma y Pascua, los domingos nos acompañará la lectura del evangelio según san Marcos. Iremos conociéndolo poco a poco, adentrándonos en la mirada que este hombre tuvo de Jesús y la que nos quiso dejar a nosotros para siempre. Sin embargo, hoy empezamos con una de esas excepciones, porque el segundo domingo del tiempo durante el año, después del tiempo de Navidad, se lee siempre este evangelio de Juan; casi como una prolongación de los misterios que venimos celebrando en estas últimas semanas, de Navidad y de la Epifanía, de la manifestación de Jesús. Jesús se hizo hombre, se manifestó a María y a José, a unos humildes pastores, se dejó encontrar por los magos de Oriente, por los paganos; o sea, quiso y quiere manifestarse a todo el mundo, sin distinción de raza. Se dejó bautizar para hacerse uno de nosotros siendo humilde y ahora podríamos decir que en este día se deja señalar por Juan el Bautista para que todos sepamos quién es realmente y empecemos a seguirlo para enamorarnos de él. Todo tiene, por decirlo así, su lógica. Y Algo del Evangelio de hoy creo que nos ayuda a pensar, me parece, en dos cosas fundamentales, muy lindas, que nos pueden ayudar.

Primero: Necesitamos de alguien para saber quién es Jesús realmente. Los de ese entonces tuvieron a Juan que «miró» a Jesús y que lo señaló también, podríamos decir, como el Cordero de Dios que quitaba el pecado del mundo, que lo quita, y de alguna manera se los señaló a otros. Es lindo pensar en esto. Es lindo pensar que necesitamos de otro para conocerlo, es necesario, y es lindo saber que otros necesitan de nosotros para conocer a Jesús. Nadie puede conocer a Cristo si alguien no se lo señala, no se lo muestra, si alguien no vivió la experiencia previamente, si alguien no dice «ahí está, es ese». Ese que se cruzó por mi vida es el que quiero que se cruce por la tuya. Es manso, es cordero, quita el pecado, no reta, no grita, no juzga, no critica, no mira mal, no despotrica, no pontifica y dice a todo el mundo lo que hay que hacer; sino que ama, perdona, abraza, corrige –es verdad–, acaricia, nos da su misericordia sin límites. Ese es el Jesús que tenemos que mirar y señalar, ese es el Jesús que nos señalaron, o podemos preguntarnos: ¿Es así el Jesús que señalo para que otros crean? ¿Es así el Jesús que me señalaron, y es así tan manso, tan cordero?, ¿o me señalaron a otro y yo seguí sin querer, sin darme cuenta quién era? Es lindo para pensar, lindo para cuestionarse, porque en definitiva ahí se juega mucho de nuestra fe, ahí se juega mucho sobre cómo siento y vivo la fe. ¿Señalo a Jesús o me señalo a mí mismo, o señalo a un Jesús caricatura, deformado por ideas un poco baratas?

Y lo segundo tiene que ver, por supuesto, con el encuentro con Jesús, que si es real, es inolvidable. ¿Te acordás la hora y el lugar del momento en el que más disfrutaste estar con él? Los apóstoles, estos que escuchamos hoy, no se lo olvidaron jamás. Dice así: «Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde». ¡Qué lindo debe haber sido! ¡Cómo habrán difrutado! La conclusión no es muy difícil: aquel que está con Jesús y lo conoce de verdad, no lo olvida jamás en la vida; es más, como le pasó a Andrés, «al primero que encuentra» se lo cuenta.

Lo que escuchamos en la escena de hoy es una síntesis de cómo se conoce a Jesús, de qué se siente y qué produce al corazón. Pasa de todo en muy poco tiempo. Pero en definitiva lo que se nota es que ser discípulo de Jesús, ser cristiano en serio, es ir «tras sus pasos», es caminar tras de él con una pregunta fundamental en el corazón: ¿Dónde vives?, ¿dónde vivís? Que sería como decir: «¡Quiero conocerte! ¡Quiero estar con vos! Quiero saber dónde está tu casa y quiero entrar en ella, quiero ser tu amigo, quiero caminar mi vida junto a la tuya».

Ser discípulo de Jesús es dejarse también cuestionar por él, dejar que él nos pregunte: ¿Qué querés?, ¿qué buscás?, ¿cuál es tu anhelo más profundo? Jesús nos pregunta no porque no sepa lo que necesitamos, sino porque quiere ayudarnos a que nos demos cuenta nosotros mismos, quiere ayudarnos a sacar «lo que ya está adentro» y no nos damos cuenta, aquello para lo que fuimos creados, para entrar en comunión con él.

Ser discípulo de Jesús no es automático, no es de un día para el otro, no es definitivo en el sentido que ya está. Uno «se va haciendo» de a poco. Ir siendo discípulo es escuchar a Jesús que siempre nos dice: «Vengan y lo verán». Como si nos dijera: «Vení, animate a seguirme para conocer mi corazón. Vení, te ofrezco mi corazón, mi casa, te ofrezco conocerme. Mi casa está en el mundo. Mi casa está en tu corazón, mi casa está en el corazón de los otros. Mi casa está en la oración silenciosa, está en la Eucaristía, está en cada encuentro personal conmigo y Yo estoy en todos lados». En realidad, Jesús nos invita a su casa para terminar entrando a la nuestra, en nuestro corazón. Sí, es verdad que es un encuentro definitivo cuando realmente lo encontramos. Ya nunca queremos volver atrás.

Cuando hoy el sacerdote levante la hostia y diga en la Misa: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos los invitados a la cena del Señor», digámosle a Jesús con sinceridad que queremos seguirlo y, aunque no «somos dignos», queremos que él también entre en nuestra casa. Una palabra suya, bastará para sanarnos. ¿Te acordás la hora y el momento en la que conociste a tu Salvador? ¿Te acordás la hora y el momento en la que más disfrutaste estar con Jesús?

Feria de Navidad

Feria de Navidad

By administrador on 5 enero, 2021

Juan 1, 43-51

Jesús resolvió partir hacia Galilea. Encontró a Felipe y le dijo: «Sígueme.» Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. Felipe encontró a Natanael y le dijo: «Hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret.»

Natanael le preguntó: «¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?» «Ven y verás», le dijo Felipe. Al ver llegar a Natanael, Jesús dijo: «Este es un verdadero israelita, un hombre sin doblez.» « ¿De dónde me conoces?», le preguntó Natanael.

Jesús le respondió: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera.» Natanael le respondió: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.»

Jesús continuó: «Porque te dije: “Te vi debajo de la higuera”, crees. Verás cosas más grandes todavía.» Y agregó: «Les aseguro que verán el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.»

Palabra del Señor

Comentario

Si nos preguntaran algún día, y de hecho a todos nos habrá pasado de un modo o de otro, ¿Qué es tener fe? o ¿Porqué tenés fe?… ¿Qué le responderías? ¿Desde donde le responderías? ¿Desde lo que te dijeron de niño? ¿Desde lo que aprendiste en tu catequesis hace no sé cuantos años? ¿O desde la certeza de algo vivido que ya nada ni nadie podrá hacerlo cambiar? ¿Desde dónde? Aunque no te lo hayan preguntado nunca, siempre hay que estar preparado para eso. Es muy importante que nos planteemos esto con seriedad, porque tenemos que estar, como dice San Pedro, “siempre dispuestos a dar razones de nuestra fe a quienes nos pregunten”. Ser maduros en la fe, haber hecho un camino, entre tantas cosas, quiere decir esto: Estar dispuestos, y saber dar razones. Estar dispuesto no quiere decir únicamente; tener la apertura a dialogar, no responder con frases hechas, escuchadas, sino poder hablar con inteligencia y desde el corazón, desde los dos lados. Saber dar razones no significa saber teología, hacer cursos, pero si por lo menos dar respuestas que no sean infantiles o que sean insostenibles ante la primera dificultad.

La cosa debería ser sencilla, simple, y por eso tan difícil de expresar o de explicar. Parece ser que lo más sencillo es lo más difícil de explicar.

Algo del Evangelio de hoy es una linda forma de reflexionar sobre esto que te estoy planteando. Nunca podemos responder o respondernos: creo porque creo. Eso no es de adultos. Creo porque creo, pero porque creo en Alguien y en algo que realmente pasó. O sea, creemos en que esto que acabamos de escuchar pasó realmente y eso se ha ido transmitiendo ininterrumpidamente a lo largo de los años hasta nosotros. Esto parece una obviedad pero no lo es. Hay que saberlo y pensarlo.

Ayer escuchábamos que Juan el Bautista señaló a Jesús y dos de sus discípulos lo siguieron y se quedaron todo el día con él, empezaron a conocerlo de cerca, ya no por cuentos. Hoy ya es Jesús el que llama a Felipe, Felipe se lo cuenta a Natanael. Natanael al principio pone sus “peros”, no confía, pero después ante lo que Jesús le dice termina reconociéndolo como el Hijo de Dios, el Rey de Israel. ¿Te diste cuenta? Creer es creer en todo esto. En que todo es una linda cadena, pero una cadena de fe y reconocimiento de que ese Jesús, ese mismo que camino por Galilea es realmente el Dios con nosotros. ¿Te das cuenta de que no creemos por creer? No creemos porque en “algo hay que creer”, no, no. Esa respuesta es infantil, inmadura, no es la respuesta de un hijo de Dios. Creemos porque creemos que Jesús es Dios hecho hombre y que llamó a personas, como vos y yo, de carne y hueso, a que lo conozcan, para que conociéndolo a él conozcamos al Padre, y para que, conociéndolo entre todos, todos ayudemos a que otros lo conozcan, como una gran e ininterrumpida cadena a lo largo del tiempo. ¿Crees en esto? Si creemos en esto, todavía falta, veremos cosas aún más grandes todavía.

Natanael fue elogiado por Jesús por su sinceridad, por no ser un hombre con “doblez”, un hombre que escondía algo “bajo el poncho” cosas. Dijo lo que pensaba, pensaba que de Nazaret no podía salir nada bueno y sin embargo desde ahí, desde esa sinceridad es donde Jesús encuentra un lugar en su corazón. ¿De dónde me conocés? ¿Cómo sabés que soy un hombre sin doblez? La respuesta de Jesús tiene algo de misterio, «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera.» ¿Qué habrá significado para Natanael esa afirmación? No lo sabemos claramente, lo que si podemos decir es que para Natanael significó el darse cuenta de que Jesús lo conocía realmente, que pudo ver algo de él que nadie podía saberlo.