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II Jueves de Adviento

Jesús dijo a la multitud:

«Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo. Porque todos los Profetas, lo mismo que la Ley, han profetizado hasta Juan. Y si ustedes quieren creerme, él es aquel Elías que debe volver.

¡El que tenga oídos, que oiga!»

Palabra del Señor

Comentario

¡Cuánto cuesta hoy en día en el mundo de la fe, por decirlo de alguna manera, en la Iglesia, escuchar la palabra convertirse, cambiar, dejar el pecado, dejar atrás el lastre que no nos deja caminar libremente! Parece ser una palabra que muchos no se animan a decir, porque, en definitiva, todos tenemos que reconocer que no somos perfectos, que no somos santos y que la Iglesia está en camino. Desde el papa hasta el último de los cristianos tienen que convertirse. ¡Cómo me cuesta muchas veces escuchar a veces en las confesiones a personas que se acercan a confesarse, pero sin embargo dicen que no tienen pecado!, por supuesto que no es con mala intención, por supuesto que muchas veces es por ignorancia; y en ese acercamiento hay algo, ya por supuesto de arrepentimiento.

Por lo menos reconocen que tienen que confesarse, pero también uno piensa cuánto nos queda caminar a los cristianos y aprender que no puedo acercarme a decirle a Dios que no tengo pecado, que no reconozco nada malo en mí; y, por otro lado, también podemos encontrar personas y corazones escrupulosos que ven pecado en cualquier lado, incluso donde no lo hay.

Pero no es cuestión de hablar de personas, aunque me sirve de ejemplo. Lo que quiero decir es que este tiempo de Adviento también es tiempo de conversión, es de reconocimiento, por eso aparecía la figura de Juan el Bautista, el domingo, invitándonos a la conversión, a allanar los caminos, a preparar los senderos de alguna manera, a preparar el corazón. Esa frase tan trillada que la decimos tantas veces, pero ¿qué hacemos para allanar el camino? ¿Qué hacemos para preparar el corazón? ¿Nos sentamos realmente algún día en este tiempo para hacer silencio y decir: «Señor, ¿qué tengo que cambiar? ¿Qué ves en mí que yo no veo?

Que tu luz, Señor, nos dé la luz y nos permita dar un paso más en nuestra fe»? No podemos vivir en la mediocridad de este mundo, no podemos pensar que somos cristianos que no tenemos que cambiar. Tenemos que cambiar, tenemos que cambiar nuestra manera de pensar, pensar como piensa Dios. Tenemos que dominar nuestras pasiones, nuestros deseos que a veces nos abruman y nos hacen reaccionar de un modo que no nos parecemos en nada a Jesús. Tenemos que continuamente abrirnos a su gracia, a la oración, al silencio.

Para eso es el tiempo de Adviento, ¡despertémonos! ¡Despertémonos que llega Cristo! Cristo siempre está, somos nosotros los que no lo escuchamos. Por eso solamente puede escuchar a Dios aquel que se anima a ir al desierto, como Juan el Bautista, el que se anima a apartarse un poquito.

¡Qué bueno sería que en estos días hagamos un poco de silencio, tómate un tiempo para ir al Santísimo, a la adoración, a la eucaristía. Tómate un tiempo para acercarte a un pesebre y preguntarte con sinceridad: «Señor, ¿en qué me tengo que convertir? ¿Qué tengo que cambiar? Dame tu fuerza, dame tu gracia, porque yo no puedo. Quiero ser más feliz, más santo, más entregado».

Con respecto a Algo del Evangelio de hoy parece difícil entender que Jesús diga que «no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él». ¿Cómo se explica esto? ¿Juan el Bautista es el más grande o no? ¿A qué grandeza entonces se refiere el Señor? ¿Cómo mide Dios, si se puede decir así, la grandeza del alma? Toda la historia de la humanidad se dirige hacia Jesús, confluye en él. Todo tiene sentido en él y por él.

Por eso los profetas anunciaron su venida, por eso Juan el Bautista fue el precursor, nació solo para eso, para anticipar su venida y preparar el camino. Todo esto es importante, todo lo anterior a Jesús es importante, por supuesto… pero nada supera a creer y aceptar que Dios vino a vivir entre nosotros y a darnos algo que antes no teníamos, que la humanidad no tenía: la vida divina en nuestras almas, la Vida eterna que habíamos perdido por culpa de la desobediencia de los primeros hombres y que sigue alimentándose de las nuestras, de las desobediencias cotidianas.

Por eso el más pequeño del Reino de los Cielos, del reino que se inauguró en la tierra con el nacimiento de Jesús, es más grande que Juan Bautista en ese sentido. Porque nada puede superar a la fuerza de salvación que se derramó en este mundo por medio de Jesús y del Espíritu Santo enviado después de su vuelta a los cielos.

Vos y yo tenemos algo que Juan no tenía, el Espíritu Santo en nuestras almas. Por supuesto que Juan fue impulsado por el Espíritu de otro modo, pero nosotros tenemos la gracia del Espíritu…como lo dice san Pablo: «Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado». El que vive y experimenta este misterio, no tiene nada que envidiar al hombre más grande nacido de mujer, Juan Bautista, ni a los que vivieron junto a Jesús. Porque Dios habita en su corazón, porque Dios actúa en su corazón y su Espíritu hace presente a cada instante su amor en todos lados, en el tuyo y en el mío. ¿Sabías?

Vos y yo somos grandes, no por lo que hicimos o por lo que haremos, sino por lo que tenemos, por lo que recibimos. ¡Qué maravilla! ¡Cuánto para agradecer! Gracias, Jesús, por darnos tu vida, por darnos tu Espíritu y hacernos grandes, aunque seamos tan pequeños. ¿Ahora entendemos cuál es la grandeza que mide el Señor o qué es lo que le interesa a nuestro Padre del cielo?