Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos.»
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado.»
Palabra del Señor
Comentario
El pan de cada día, el alimento diario, gratuito, y que colma siempre el hambre que tenemos todos, es la Palabra de Dios. Debería ser la Palabra de Dios. El alimento que todos pueden recibir, los cercanos, los esporádicos y los que todavía no se acercan tanto, pero que algún día se acercarán gracias a la escucha de un mensaje de paz. La Palabra de Dios escrita y transmitida por la Iglesia, difundida por nosotros, se tiene que transformar en tu vida y en la mía, en ese desayuno anhelado que deseas apenas te levantás a la mañana, en ese almuerzo que esperás cada día mientras estás trabajando o estudiando, en esa cena que te atrae para estar con tu familia y vas oliendo mientras volvés de trabajar.
Jesús se hizo pan en la Eucaristía para todos, pero no todos pueden recibirlo siempre, pero, además, se quedó como pan en cada palabra de la sagrada escritura y este pan, sí que todos pueden recibirlo. Nadie puede decir: no puedo escuchar, no puedo leer, no puedo asimilar este alimento tan rico. Que hoy, al escuchar el Evangelio el Espíritu Santo nos produzca estos sentimientos, estos deseos profundos y sinceros de decirnos a nosotros mismos y a Jesús: no quiero pasar un día sin alimentarme de Vos Señor, no quiero vivir un día sin saciarme de tu Palabra.
Hay personas que se escandalizan al escuchar que un cristiano diga la palabra enemigo, que hable de la posibilidad o de la realidad de tener un enemigo. Porque piensan o dicen que no podemos tener enemigos, que un cristiano debe ser amigo de todos. Sin embargo, Jesús lo dice claramente: “Amen a sus enemigos” De algún modo quiere decir que Jesús los tuvo, su vida y su muerte lo dejaron reflejado, y por eso nosotros también podemos tenerlos. Lo que hay que aclarar es, que no tenemos enemigos por buscarlos, por hacer el mal, sino justamente todo lo contrario, por hacer el bien, por no buscarlos.
Quiere decir que enemigos para nosotros, los cristianos, son aquellos que no se comportan como amigos nuestros, aquellos que nos hicieron el mal, que nos difamaron, o cualquier cosa que hirió de algún modo nuestro corazón, y aunque nosotros no le tengamos odio ni rencor, se comportaron en cierta manera como enemigos. Jesús no está diciendo que tengamos o busquemos enemigos, sino que amemos incluso, a los que se comportan como enemigos nuestros, por distintas razones. Es por eso, que por más buenos que seamos o intentemos serlo, puede haber muchas personas que sean como nuestros “enemigos”, aunque nosotros no los consideremos como tales. Jesús amó a todos, y a nadie miró como enemigo, sin embargo, tuvo enemigos y los amó como a enemigos.
Ayer no pudimos comentar demasiado, pero recordá que Jesús se metía en medio de una discusión entre sus discípulos y algunos escribas, para después finalmente terminar dialogando casi solo con el padre de este niño endemoniado. Obviamente fue mucho más fecundo el diálogo de Jesús que la discusión de sus discípulos. Hoy, escuchamos nuevamente que los discípulos iban discutiendo por el camino, justamente después que Jesús les había abierto su corazón y les había contado que sería entregado y matado en la cruz. ¿Qué contraste no? El contraste entre la actitud de Jesús, que evidentemente no le gustan las discusiones y le gusta el dialogo cara a cara, y los discípulos que no entienden nada todavía, discuten y además discuten por ver quién es el más grande. Cualquier parecido a nuestra realidad en pura coincidencia, ¿no?
Esto no solo pasa en el mundo, en los trabajos, en los colegios, en las universidades, en las familias, pasa en la Iglesia, les pasó a los discípulos también. No entendemos a Jesús mientras Él nos habla y lo que es peor como dice el texto de hoy: “no comprendían esto y temían hacerle preguntas”, no dialogamos, no le preguntamos, no lo escuchamos. Y como no lo escuchamos, escuchamos nuestro corazón y con nuestro corazón lo bueno y no tan bueno, escuchamos nuestras pasiones y lo que nos aleja de los demás. La carta de Santiago dice algo que nos puede ayudar: “Hermanos: ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros? Ustedes ambicionan, y si no consiguen lo que desean matan; envidian, y al no alcanzar lo que pretenden, combaten y se hacen la guerra.” Es la ambición por ser más grandes que los demás lo que nos lleva a pelear y discutir por miles de cosas. Pensá en todas las discusiones de tu vida diaria: ¿por qué discutís con tu mujer, con tu marido, con tus hijos, con tus amigos, con los compañeros de trabajo, con desconocidos? ¿No será porque querés ser más grande teniendo razón? ¿No será que tenemos que aprender a dialogar y no discutir? ¿No será que tenemos que dialogar más con Jesús para aprender a dialogar más con los demás? Lo que está claro, es que a Jesús no le gusta discutir y no le gusta que discutamos, le gusta mucho más escucharnos o bien hacernos sentar y decirnos: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos.»