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VII Jueves de Pascua

Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo:

«Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.

Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.

Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.

Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos.»

Palabra del Señor

Comentario

¡Cómo cuesta entender a veces que realmente Jesús ya triunfó en este mundo, que su triunfo está asegurado, que comenzó con su misterio pascual, con su muerte, con su resurrección, con su ascensión a los cielos y, finalmente, con su envío al Espíritu! Y a partir de ese momento histórico, del triunfo del bien ya está asegurado. Es verdad, vos me dirás: «Pero ¿y dónde está verdaderamente el triunfo?, ¿por qué sigue existiendo el mal?, ¿por qué tanta injusticia, tanta falta de amar?». Bueno, es verdad, hasta que Jesús no vuelva glorioso en su segunda venida el triunfo no está consumado, pero ya está comenzado, podríamos decir, comenzó.

Por eso, volvamos a reafirmar una vez más la fe en que Jesús está resucitado, con su cuerpo, con la humanidad que nos incluye a nosotros, a la derecha del Padre intercediendo por nosotros, dándonos su amor, dándonos su Espíritu para que elijamos a cada instante siempre el bien. Por eso ahora, vos y yo elijamos el bien una vez más, elijamos amar. En la medida que amemos vamos a hacer presente el triunfo de Jesús que ya nos trajo con su amor, con su presencia y quiere hacerse presente en cada instante en nuestras vidas y en las de los demás.

Algo del Evangelio de hoy tiene que ver, de alguna manera, con esta verdad de fe. ¿Pensaste en eso alguna vez? ¿Pensaste en que Jesús quiere que seamos uno con él, uno como es él con el Padre? Esa es la verdad de fe. Saber que no estamos solos y que Jesús piensa en nosotros y pide por nosotros, nos hace muy bien, nos hace confiar más en lo que no vemos que en lo que vemos. Saber que somos uno con él, con el Padre y que por eso desea Jesús que seamos uno con él, creo que da ánimo para confiar en que la obra de la unidad siempre es de Dios y no nuestra, aunque nosotros debemos colaborar. Saber que el amor con que se aman el Padre y el Hijo puede ser el mismo amor con el que nos amemos nosotros y entre nosotros, es una gran noticia.

Es un regalo del Dios que es Padre, del Padre del cielo para todos, que nos sintamos uno aun en medio de las diferencias, que busquemos unirnos a pesar de tantas divisiones y enfrentamientos. Es necesario volver a sentir que somos «uno» y que, cada día más, tenemos que ser «uno» con Jesús y entre nosotros. Es lindo revivir en carne propia esta escena del Evangelio de hoy, en la que Jesús rezó por nosotros, por los que creemos gracias al testimonio de los Apóstoles. ¿Te imaginás a Jesús rezando por nosotros para que seamos «uno», para que dejemos tanta división, para que nos amemos como él nos amó, para que gracias al mensaje de la unidad ayudemos a que otros crean también en él? ¿Te imaginás ahora a miles de cristianos que necesitan de nuestra oración pero que, al mismo tiempo, seguramente rezan también por vos y por mí? ¿Te das cuenta que la oración une y nos hace sentir uno, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?

Si se puede hablar, de alguna manera, de que a Dios le «duele» algo, de que Jesús «sufre» por algo, incluso ahora, podríamos decir que es por la falta de unidad, es por no comprender su corazón y empeñarnos muchas veces en diferenciarnos olvidándonos de lo esencial. No vamos hablar acá de las divisiones históricas entre los cristianos que aun hoy nos mantienen separados y que parecen ser irreconciliables en algunos casos, aunque la Iglesia hizo y hace mucho por la unidad –como también hizo y a veces hizo mucho por la falta de unión–, sino que se me ocurre que podemos pensarlo incluso dentro de nuestra misma Iglesia, donde muchas veces seguimos pareciendo de «bandos» distintos, algo que no podemos aceptar. Lo que más hiere a las familias son las divisiones internas, no los ataques desde afuera. Lo que más hiere a la Iglesia hoy, a tu parroquia, a tu comunidad, a tu grupo de oración, son las divisiones internas e innecesarias. Para que el mundo crea que Jesús es el enviado del Padre, nosotros debemos amarnos como él nos ama, con el amor que viene de él, con el amor incondicional que está siempre.

Intentemos hoy «meternos» en esta maravillosa escena del Evangelio.

Imaginemos a Jesús rezando por cada uno de nosotros, para que seamos uno. Imaginemos que ahora hay miles de hermanos que necesitan de nuestra fuerza, de nuestra oración, de que nos sintamos uno, para que el mundo crea y, al mismo tiempo, hagamos un esfuerzo para evitar cualquier tipo de división, ya sea de palabra, de pensamiento, de obra u omisión. No vale la pena, porque así nadie podrá darse cuenta de que Jesús nos ama.