Al entrar en Cafarnaún, se acercó a Jesús un centurión, rogándole: «Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente». Jesús le dijo: «Yo mismo iré a curarlo».
Pero el centurión respondió: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: “Ve”, él va, y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi sirviente: “Tienes que hacer esto”, él lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes». Y Jesús dijo al centurión: «Ve, y que suceda como has creído». Y el sirviente se curó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de este en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.
Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su palabra, expulsó a los espíritus y curó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades
Palabra del Señor
Comentario
Terminamos una semana más, una semana más escuchando la Palabra de Dios. Vuelvo a recordarte que no podemos dejar de pasar un día sin agradecer que estemos escuchando la Palabra de Dios en un mundo lleno de conflictos, sufrimientos, injusticias, guerras, dolores, tristezas, angustias. Tanta gente a nuestro alrededor que está sufriendo, tanta gente que en este momento por ahí está sola, triste, abandonada, que está muriendo sin que nadie pueda acompañarla. Tanta gente que está sufriendo el hambre, niños escapándose de la guerra, familias enteras teniéndose que ir de sus casas porque las están bombardeando. Y así podría hacer un audio entero mostrando o tratando de mostrar las calamidades que vivimos cada día, y que a veces a nosotros nos pasan muy de lejos, ¡pero no! Por ahí vos estarás diciendo: Yo también estoy sufriendo. Bueno, cuántos y cuántas personas que estarán escuchando este audio estarán sufriendo. Me han escrito a veces desde la cárcel, personas que están escuchando este audio en la cárcel, sufriendo la privación de su libertad, a veces incluso injustamente por las injusticias de este mundo que le encanta condenar y hacer justicia por mano propia. ¡Cuántas personas ahora están en su cama sufriendo, ancianos en geriátricos que también sé que a veces escuchan los audios! Bueno, qué lindo poder imaginar que somos una gran familia que está escuchando la Palabra de Dios. Pero vuelvo a la idea original…Agradezcamos, agradezcamos que tenemos el regalo de escuchar a Jesús que quiere animarnos, que quiere levantarnos y hacernos encontrar el sentido de la vida, darnos cuenta para qué vinimos a este mundo: para amar y ser amados, para entregarnos, para dejar de vivir en la rutina tantas veces, dejar de hacer siempre lo mismo casi por inercia y darnos cuenta que estamos hechos para más, para contemplar la bondad de Dios en un mundo que a veces parece que se cae a pedazos, pero el Reino de Dios crece y crece silenciosamente. Bueno, levantemos la cabeza, ánimo que tenemos todavía mucho por caminar hasta que Dios lo permita.
Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy. Podríamos decir que, en esta escena, en realidad un conjunto de escenas, Jesús se la pasó curando, se la pasó sanando: primero, a ese sirviente que estaba enfermo de parálisis y sufría terriblemente; después, a la suegra de Pedro y, finalmente, al atardecer, también, a muchos endemoniados.
Jesús sanó, curó y expulsó demonios, lo mismo que quiere seguir haciendo en este día en tu corazón y el mío. Porque vos y yo, también, estamos enfermos y sufrimos a veces terriblemente de muchas maneras. Sufrimos las consecuencias de nuestras debilidades, sufrimos las consecuencias de la falta de amor y un mundo que no sabe amar, hosco de amor, a veces, austero de amor. Un mundo que no quiere abrir su corazón de par en par y, bueno, tenemos que aceptar que nosotros también estamos en este mundo. Somos víctimas y también victimarios, hacemos sufrir a los otros por nuestra falta de amor.
Pero quería quedarme hoy con la figura de este centurión, de este hombre pagano, que no tenía la fe del pueblo de Israel. Pongámonos en contexto: este centurión era un soldado romano, por lo tanto, no era del pueblo de Israel, no era de aquellos que se llenaban la boca diciendo que tenían fe en el único Dios verdadero, en el Dios del pueblo de Israel, en aquel Dios que los había salvado y que había prometido enviarles un Mesías. Nada que ver. Sin embargo, Jesús termina elogiándolo. Lo elogia a ese hombre que seguramente todos pensaban que no tenía fe. Sin embargo, Jesús dice: «No he encontrado en Israel a nadie que tenga tanta fe». «No soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará». ¡Cuánto para aprender, Señor! Cuánto para aprender de este hombre sin fe para los ojos de los hombres, pero lleno de fe para los ojos de Jesús, para el corazón de Jesús que sabe ver donde nadie ve. Nunca juzguemos apresuradamente. Nunca juzguemos la fe de los demás. Nunca nos creamos tan seguros como para decir que tenemos fe. Señor, danos la gracia de sentirnos necesitados para que puedas tomar nuestras debilidades y cargarlas como quisiste cargar las debilidades y pecados de toda la humanidad. Señor, yo tampoco soy digno de que entres en mi casa, en mi casa-corazón, pero basta una palabra tuya, una palabra de Dios para que puedas sanarme, sanarme de tanta falta de amor, de tanta necesidad de amor que tengo y a veces no sé cómo saciarla.