Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.»
Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección.»
Palabra del Señor
Comentario
Buen domingo. Con esta fiesta del Bautismo del Señor terminamos este tiempo de Navidad, este tiempo que la Iglesia nos regaló para dedicarnos a contemplar la bondad de un Dios que se hizo pequeño por nosotros, se hizo hombre, se hizo «carne» –«la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros»– para vivir con nosotros; y con esta fiesta del Bautismo nos enseña cómo quiso vivir con nosotros, no de cualquier manera, y además nos quiere enseñar a vivir para que nosotros no solo seamos, sino que vivamos como hijos de Dios.
El bautismo del Señor es el comienzo de la vida pública de Jesús. Él se hace bautizar, se acerca a donde estaba Juan el Bautista, el precursor, y hace «la fila» como cualquier otro que también se acercaba a bautizarse, a un bautismo del perdón de los pecados. Se acerca a Juan el Bautista para ser sumergido, bautizado como si fuese un pecador más; pensemos en esto: Jesús en la fila como un pecador más. Todavía nadie lo conoce, todavía nadie sabe verdaderamente quién es; faltará que se abran los cielos y se escuche la voz del Padre: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección», y el Espíritu Santo, como paloma, descendió sobre él.
«Detrás de mí –también dice Juan el Bautista– viene alguien que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias». Juan el Bautista, que está siempre ubicado, sabe perfectamente lo que tiene que hacer y lo que no tiene que hacer.
Tenemos un Dios –perdón la expresión– un poco «loco», podríamos decir. Hace lo que no le corresponde por amor, la locura del amor. Él se solidariza con cada uno de nosotros, pero por amor; se sumerge en ese río Jordán dejándose mojar por las aguas impuras del pecado del mundo, del pecado de todos los hombres. Esa es la imagen: el Jordán es el lugar donde se quedan los pecados de los hombres que se van a bautizar. Jesús se moja en esas aguas llenas de nuestros pecados, carga sobre sí los pecados de todo el mundo y comienza un camino hacia la cruz, su camino de obediencia; porque en definitiva eso será la cruz: la obediencia hasta el final al Padre.
La Palabra se hizo carne para vivir entre nosotros y para venir a cumplir la misión que el Padre le encomendó; esa es la gran tarea de Jesús, cumplir la misión que el Padre quería para la salvación del mundo; esa es la gran tarea de Jesús, comenzar con el bautismo esta entrega que se seguirá dando durante toda su vida.
La primera palabra de la Palabra que se hace carne, valga la redundancia, no es una palabra que salió de su boca, sino que es un gesto, un gesto de humildad. El poder de Dios se manifiesta siempre en la humildad, la humildad de Dios que quiere ablandarnos el corazón para mostrarnos el camino. El que nos salvó fue humilde, el que nos perdonó es humilde, el que se entrega cada día en la Eucaristía es humilde. La humildad es la virtud del Señor, es su fuerza; es la fuerza transformadora de nuestro corazón endurecido por el orgullo y la soberbia. Aprendamos de Jesús que hace la fila como cualquiera, aunque no tenía pecado.
Aprendamos a ser y a comportarnos como hijos amados de Dios, pero hijos humildes de Dios Padre, que sienten y viven no con autosuficiencia, sino sabiendo que todo lo recibimos de él. Para vivir como hijos, hay que saberse y sentirse hijo. Por eso hoy que cada uno de nosotros pueda escuchar en su corazón las mismas palabras que dijo el Padre al abrirse el cielo cuando fue bautizado Jesús, las mismas palabras que el Padre Dios dijo cuando fuimos bautizados nosotros, cuando nuestros padres nos acercaron a la fuente bautismal: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta mi predilección».
Jesús es el predilecto del Padre, fue elegido desde toda la eternidad; nosotros también, antes de nacer ya habíamos sido elegidos para que nos sintiéramos amados. Solamente podemos ser y vivir como hijos cumpliendo la voluntad del Padre en cada cosa que hacemos si nos sentimos amados por él.
¿Nos sentimos amados por el Padre, elegidos, predilectos? Si nos sentimos amados, empezaremos a vivir como hijos, cumplamos la voluntad de nuestro Padre, como lo hizo el Hijo de Dios.
Si no nos sentimos amados, pidámosle la gracia: «Señor, que hoy me sienta un poco más amado por Vos. Que al sentirme amado yo pueda también llevar ese amor a los demás». El que no se siente amado difícilmente puede amar como el Padre quiere que amemos. Es una gracia que tenemos que pedir, es un don que viene de lo alto, es un don que recibimos también del Espíritu.
Que el Espíritu Santo, que nos bautizó con el fuego, nos purifique de nuestro egoísmo y orgullo que no nos permite ser humildes y sentirnos amados por Dios.
Ser hijo de Dios es darse cuenta que somos parte de una gran multitud de hijos.
Ser hijo es mirar alrededor y reconocer que tenemos la misma dignidad que cualquiera, incluso del que a veces despreciamos.
Ser hijo es aceptar que somos hermanos y que solo descubriéndonos así, hijos de un mismo padre, podremos vivir la alegría de ser una verdadera familia.