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III Domingo de Pascua

Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.

Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros”. Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.

Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él.

Jesús les dijo: “Muchachos, ¿tienen algo para comer?”. Ellos respondieron: “No”.

Él les dijo: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán”. Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.

El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”. Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua.

Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.

Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan.

Jesús les dijo: “Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar”.

Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.

Jesús les dijo: “Vengan a comer”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque sabían que era el Señor.

Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.

Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”.

Le volvió a decir por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí, Señor, sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”.

Le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas.

Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras”.

De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: “Sígueme”.

Palabra del Señor

Comentario

Hoy es uno de esos días que bastaría con solo escuchar el Evangelio para disfrutar de tanta Palabra de Dios tan linda, tan reconfortante, tan llena de esperanza, llena de simbolismos que sería larguísimo de explicarlo todo; y como ya sabés, como ya sabemos, no es el fin de estos audios, por eso lo llamamos Algo del Evangelio. Solo pretendo que esto sea como un empujón para que cada uno se anime a rezar, solo o con otros, con tu familia, con tu marido, con tu mujer, con quien quieras, con algún enfermo que visitás, que sé que muchos lo hacen, por eso es para animarse a rezar con otros sobre lo que Jesús nos dice a cada uno. No es difícil, es cuestión de animarse, de preguntarle al texto qué crees que es lo que te dice, de preguntarle a Jesús qué es lo que él te quiere decir concretamente y de terminar diciéndole a él lo que a nuestro corazón se le ocurre decirle. Tan sencillo y complicado como un diálogo.

De eso se trata en definitiva la oración, de un diálogo. De eso se trata la escucha de la Palabra de Dios, de un diálogo de corazón a corazón, como el diálogo que tuvo Jesús hoy con Pedro, esperándolo con el fuego, pan y pescados, a la orilla del mar cuando él volvía de pescar, de trabajar, de haber perdido de algún modo la esperanza. Eso es un amigo, aquel que te espera con todo preparado para hablar, para sacar lo mejor que tenemos desde adentro.

Jesús hizo eso con Pedro y eso quiere hacer con vos y conmigo cada vez que nos acercamos a él para rezar, para escucharlo y para hablarle. Quiere sacarnos desde el fondo del corazón palabras de amor y compromiso, pero palabras sinceras, sin doblez. «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero», terminó diciendo Pedro, terminó reconociendo.

Qué lindo que Pedro haya terminado por reconocerse débil y humilde. Qué lindo que Pedro nos ayude a tener un diálogo sincero con Jesús, como él terminó teniéndolo. Dicho de otro modo, de otra forma, la respuesta sería algo así: «Señor, la verdad que no sé nada, cada día sé menos de mi mismo, solo sé que quiero quererte, que quiero darte algo de mi vida, porque cuando creí que te amaba –¿te acordás?– con toda el alma y te prometí todo, te traicioné como un pequeño, como un gran traicionero; en cambio ahora, que reconozco que no puedo, que reconozco que te quiero pero como puedo y pongo mi confianza en tu corazón, recién ahí, puedo seguirte con sinceridad, con profundidad y para siempre».

Le pido a Jesús, para vos y para mí, que este simple comentario de hoy, en este domingo, nos ayuden a tener un diálogo profundo y sincero con nuestro Maestro, que está siempre a la orilla de nuestra vida, a la orilla de nuestro corazón esperándonos a cada uno de nosotros, siempre con algo para alimentar nuestro corazón, para darnos de comer, como en la Eucaristía, como su Palabra; esperándonos para hablar y sacar desde adentro de nosotros lo mejor que tenemos todos, la capacidad de amar que el mismo Padre del Cielo nos dio, pero que muchas veces por la arrogancia de nuestro corazón no sabemos llevar a la práctica, no sabemos amar como él nos ama.