Los judíos discutían entre sí, diciendo: « ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.»
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
Palabra del Señor
Comentario
Cuando Jesús se nos manifiesta otra vez a orillas del lago, como a los discípulos, a orillas de nuestro corazón. Cuando gracias a otros descubrimos dónde está Jesús, como lo hizo el discípulo a quien Jesús amaba, el discípulo amado que gritó: «Es el Señor», tenemos que tener la actitud de Pedro que se tiró de la barca, aunque faltaban cien metros todavía para llegar a la orilla, porque no aguantó tanto amor, tanto deseo de estar con el Señor, con su Maestro. Dios quiera que nosotros tengamos esa actitud para con Jesús. Cuando lo descubrimos, tenemos que saltar, salir de donde estamos e ir a buscarlo. No podemos pretender siempre que Él venga a nosotros. Él siempre nos está esperando a orilla del lago, con el fuego encendido, con algo para darnos de comer, con el deseo de hablar con nosotros como lo hizo con Pedro, pero también quiere que vos y yo nos movamos. Por eso saltemos hoy de la barca y vayamos a buscar a Jesús en la Eucaristía, en un sagrario, en un templo, pero también en los demás, en tantos lugares donde podamos encontrarlo día a día a nuestro buen Jesús.
El camino de esta semana va llegando al final, por lo menos al final del capítulo seis de Juan, en el discurso del Pan de Vida, en el que mañana verás cómo termina. Por ahora venía todo muy lindo, como se dice, todo tranquilo. Jesús atraía con sus palabras, presentándose como el alimento del mundo, para que el mundo tenga vida, para que vos y yo nos demos cuenta que Él es el verdadero alimento. A partir de ahora vamos a ver cómo reaccionan los que lo siguen, al escuchar que tienen que alimentarse de su cuerpo y su sangre.
Ayer te contaba lo que me decía una vez un recién convertido: «”¿Qué hago acá, padre? ¿Qué hago viniendo a misa, no sé qué hago acá?”. Te dejaste atraer y viniste, hubiese sido una buena respuesta». ¿Te acordás? Es un misterio. Sabemos algo, pero no todo. Y eso es lo maravilloso, una libertad atraída por Dios. Algo así como lo que decía el profeta Jeremías: «Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido!». El Señor prevalece con su amor. Somos de alguna manera protagonistas de nuestra vida. Pero no te olvides, no somos los actores principales, aunque a veces creamos que sí y nos olvidemos de esta verdad tan importante. Si nos acercamos a Jesús es porque Dios Padre nos atrajo de alguna manera, nos animó, nos sedujo y porque al mismo tiempo nos hemos dejado seducir. Hay que dar gracias mucho a Dios por esto y alegrarse. La clave, o la mayor dificultad, es dejarse seducir, dejarse atraer por Él, no poner trabas a su amor, no poner peros, no poner siempre excusas, no estar distraído, no pretender que Él sea como nosotros queremos, dejar que Dios sea Dios a su manera y nosotros aceptar que somos simples criaturas que perdemos el rumbo fácilmente y que lo mejor que podemos hacer, es escuchar.
Ayer no habíamos dicho nada, pero hoy ya es inevitable. Jesús lleva el discurso a un extremo, podríamos decir, y no porque sea un extremista, sino porque su amor es tan grande que es extremo. Es tanto lo que nos ama, que nos ama hasta el extremo, que desarticula todo lo pensable, lo razonable. Veníamos escuchando que Jesús decía que Él es el Pan y el agua que viene a calmar el hambre y la sed del hombre, que él es la respuesta a todos nuestros vacíos. Bueno, pero al final lo que parecía simbólico en su discurso, una especie de metáfora o de comparación, se vuelve realidad: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Ya no es una forma de decir, una especie de imagen linda para admirarse. ¡No!, es mucho más que eso. Es la locura de las locuras más grandes. Jesús se quiso quedar para siempre, realmente con su Cuerpo y con su Sangre en la Eucaristía. Hay que creer para poder aceptarlo. Él es el Pan, o sea, Él es el alimento del hombre hambriento de amor.
Jesús es Pan cuando nos habla en la palabra escrita; Jesús es alimento cuando lo escuchamos en la oración y disfrutamos de ese diálogo; Jesús sacia nuestro hambre cuando amamos a otros hasta que duela. Jesús es verdadera comida del alma si tenemos los ojos del corazón abiertos a ver más allá de lo que vemos. Pero en donde Jesús es más alimento que nunca, en donde se cumple realmente estas palabras es en la Eucaristía, en la comunión. Es en la consagración de la misa donde Él eligió hacerse presente para siempre, en cada sagrario donde Él permanece, en cada custodia donde puede ser adorado. Ahí está. ¡Ay, si los católicos creyéramos realmente esta verdad!, ¿no crees que nos desesperaríamos por ir a alimentarnos de Él?
¡Ay, si los sacerdotes creyéramos que tenemos a Jesús en las manos y que podemos darlo a los demás!, ¿no crees que moriríamos de la emoción y lo trataríamos cada día con más amor? ¡Ay, Señor, si creyéramos en tus palabras y que realmente estás presente en cada Eucaristía, qué distinto sería todo! ¡Qué distinta sería la vida de la Iglesia en tantos lugares! ¡Señor, ayúdanos a creer! ¡Señor, danos siempre tu Cuerpo y tu sangre! Ayúdanos a respetarte, a venerar que con todo nuestro corazón en la Eucaristía, para que tu amor se haga realidad en nuestra vida, para que también nosotros, al alimentarnos de tu Cuerpo y tu sangre, nos transformemos en alimento y vida para tanto hambre que hay en el mundo.