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Solemnidad de la Ascensión del Señor

Jesús dijo a sus discípulos:

«Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.»

Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.

Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

Palabra del Señor

Comentario

Celebramos hoy en toda la Iglesia esta gran Solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. Jesús, después de resucitar, a los cuarenta días, dejándose ver por sus discípulos, ascendió a los cielos y se ocultó o se dejó ocultar por una nube, como dice la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles. Él partió para estar junto al Padre, para ser premiado por el Padre, diríamos, después de haber venido a cumplir su voluntad, y al mismo tiempo ascendió para ayudarnos a nosotros a empezar un camino nuevo, una nueva etapa de la historia, de la historia de la humanidad, de tu historia y de la mía.

También dice la primera lectura que unos hombres vestidos de blanco, unos ángeles, dijeron a los discípulos: «¿Por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir». Los discípulos hicieron lo que cualquiera de nosotros hubiese hecho, miraron a Jesús mientras partía y seguramente Jesús los seguía mirando mientras ascendía. ¡Qué imagen tan maravillosa!, pero no querían quitarle la mirada al Señor.

¿Recordás en tu vida alguna despedida, esas partidas en las que te quedaste mirando al que se iba mientras él te miraba, o al revés, vos te ibas y todos te miraban mientras te ibas? En las despedidas, tanto el que se va como el que se queda, de alguna manera, se siguen mirando, quieren retenerse con la mirada. Cuando uno no mira, es porque no quiere sufrir demasiado, pero en el fondo desea mirar. Quiere retener la última imagen de esa persona que ama.

Es triste ver en las terminales de ómnibus o en los aeropuertos las despedidas de los familiares o amigos. Uno se da cuenta cuando es una partida por turismo, que cuando es una partida por quedarse a vivir en otro lugar. Las despedidas son distintas. En los ómnibus, el que va arriba se queda mirando por la ventana como queriendo abrazar al que se queda, y los que se quedan, saludan desde abajo como queriendo retener al que se va. En los aeropuertos es distinto, pero existen estas despedidas antes de embarcar a los aviones, miradas que quieren retener el amor que parece que no vuelve. Podríamos imaginar algo así en este día de la Ascensión de Jesús, una especie de partida, despedida, pero sin un transporte, sin aviones ni ómnibus y con una gran diferencia, una despedida que, en realidad, era una permanencia asegurada. Algo extraño para nuestro entendimiento.

Sin embargo, dice Algo del Evangelio de hoy que los discípulos, después de verlo elevarse hacia los cielos, «volvieron llenos de gozo a Jerusalén, y continuamente estaban en el Templo alabando a Dios». Algo extraño a una mirada superficial y rápida. ¿Alegría al ver que se iba el que más amaban? ¿Quién puede alegrarse al ver partir a alguien que ama? Solo el que sabe que esa partida es necesaria y que al mismo tiempo dará frutos mucho más grandes todavía, solo el que tiene la certeza, esa partida redundará en un amor más grande. Por eso sería bueno que nosotros pidamos la gracia que pide san Pablo en la segunda lectura de hoy: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que nos permita conocerlo verdaderamente. Que podamos valorar la esperanza a la que hemos sido llamados, la extraordinaria grandeza del poder con el que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza». Solo se llena de alegría el que recibe esta gracia. Como siempre, hay que pedirla y mucho, el regalo de saber que Jesús no se fue en realidad, sino que «la nube» pasajera de este mundo lo tapó por un tiempo. En realidad, sí, se «fue a los cielos», pero para estar en todos lados. No se desentendió de nosotros, sino que se fue junto al Padre para «interceder por cada uno de nosotros». No se escapó del tiempo, sino que está fuera del tiempo, para estar «en todos los tiempos», en cada segundo de la historia, en cada instante.

Señor, ¡qué lindo es saber y creer esto! Estás en todo lugar y en todo momento.

El cielo está en mi vida, no únicamente cuando estoy en un lugar en especial, sino cuando creo que estás en donde yo estoy. Si Jesús que es la Cabeza y nosotros somos su Cuerpo y él está «en el cielo» junto al Padre, quiere decir que cada uno de nosotros está también un poquito «en el cielo», o todo. Si estamos en el Camino, ya estamos un poco, por lo menos con el corazón, en el final del Camino. El cielo comenzó a estar en la tierra desde que Jesús vino a pisarla y a estar con nosotros y la tierra está «en el cielo» desde que Jesús ascendió y nos llevó a todos con él. ¿Creemos esto?

Hagamos el intento de mirar hoy al cielo, simbólicamente, para cruzar nuestras miradas con la de Jesús, que está en el cielo, pero en realidad está en nosotros. Miremos a Jesús que está en el cielo de nuestro corazón, en la Eucaristía, en cada hombre que lo ama y en cada ser humano que sufre. ¿Creemos esto? No nos quedemos mirando al cielo como llorando, como creyendo que no está, miremos al cielo de nuestro interior y alrededor, y confiemos que él estará siempre con nosotros, hasta que vuelva triunfante y glorioso.