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V Domingo de Cuaresma

Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.

Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.

Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.»

E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.

Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.

Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?»

Ella le respondió: «Nadie, Señor.»

«Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante.»

Palabra del Señor

Comentario

Dejar de ser acusadores. Tirar la piedra que llevamos en el corazón y en las manos, muchas veces lista para golpear a los demás. Dejemos de ser acusadores. Tiremos la piedra, pero al piso. A nadie tiremos piedras. Esa es la cuestión de este domingo quinto de Cuaresma.

La escena de Algo del Evangelio de hoy es impresionante, da ganas de meterse en el corazón de esa mujer, da ganas de ser también un espectador en ese momento. ¿Qué habrá sentido? ¿Qué habrá sentido al llegar siendo acusada y, al mismo tiempo, con el peso de sus propias debilidades, de sus pecados? ¿Qué habrá sentido al escuchar y al percibir la mirada de Jesús, que no la condenó y que además la animó a empezar un camino nuevo? ¿Qué habrá escrito Jesús en el piso mientras todos tenían sus piedras en las manos? ¿Qué habrán sentido esos hombres que para probarlo a Jesús y por querer acusarlo terminaron tirando sus piedras y se fueron, como se dice acá, «silbando bajito» como haciendo que no pasó nada? ¡Qué escena impresionante! Es la imagen más impactante de lo que Jesús vino a hacer entre los hombres, no a condenar, sino a perdonar y, además, ayudarnos a salir del pecado mucho mejor.

Jesús no niega el pecado de la mujer, no lo tapa, no lo esconde, no hace como que no pasó nada, como a algunos les gusta decir, sino que evita condenar para que, desde el amor, que no condena, esa mujer, vos y yo no pequemos más, empecemos una vida distinta, una vida nueva; «en adelante no peques más». Por eso, Jesús no niega el pecado, pero sí se interpone para que otros pecadores no cometan otro pecado más, tirando piedras teniendo aún pecados. Tirar piedras es también un pecado. Tirar piedras creyendo que tenemos el derecho a hacerlo, es tan pecado como el pecado que señalamos de los demás. El pecado es así, engendra pecado. El pecado «cría» pecados y pecadores.

Este es otro domingo más en el que Jesús nos pone de frente al espejo de nuestra propia realidad y debilidad; una especie de parábola del padre y sus dos hijos, en vivo y en directo. Esto ya no es más un cuento, esto pasa en la realidad, en la realidad de antes y de ahora. Hay pecadores de todo tipo, nadie se queda afuera. Un pecador convencido, que se enorgullece por pecar y anda ciego por el mundo pecando y molestando a los demás, y por eso necesita de un buen golpe para reaccionar. El pecador de clase media, por decirlo de alguna manera, el común que sufre por pecar, vos y yo somos esclavos a veces del pecado y, además, somos acusados por otros. Y el pecador de clase alta, por usar una imagen –cuesta tanto, pero es la que se me ocurrió– el que se cree que no es pecador y además se cree con el derecho a apedrear a los demás. Sería algo así: «Casi que todos son pecadores, menos yo», «Padre, yo nunca hice nada malo», «Padre, es increíble cuánta gente mala hay dando vueltas por ahí». Son las frases clásicas de esta clase de pecadores. Pecadores anestesiados que no descubren que les falta muchísimo para amar en serio. Que no hace falta ser un gran pecador para haber sido perdonado por Jesús. Que, en realidad, si no caímos tan bajo como aquellos que señalamos, es porque Jesús nos salvó antes, nos quitó la piedra del camino para que no caigamos. Esa es la verdad de nuestra vida.

No importa qué clase de pecador seamos, sino que lo somos, sino que lo sos, que lo soy. No importa tanto eso, eso ya lo deberíamos saber. Importa que Jesús no nos condena. «Yo tampoco te condeno». Aunque seas el peor pecador del mundo, de una clase u otra, él no te condena. No nos condena. Si pecamos, si pecaste, él nos invita a «no pecar más» y si quisiste apedrear a otro, sin darte cuenta que sos pecador, te invita a «tirar las piedras», pero al piso. ¡Tirala! ¡¡No tenés derecho a apedrear a nadie!!!

¿Qué habrá escrito Jesús ese día en el piso? «Yo no te condeno, empezá una vida nueva y no peques más» o también… «Tirá la piedra…pero al piso, tirá las piedras de tu corazón, no sos nadie para condenar».

¡Qué linda imagen del Evangelio de hoy! ¡Qué maravilloso es imaginar a Jesús en ese momento, quedándose solo con esta mujer! Él logró con astucia y sabiduría quedarse solo con esa mujer para que se sienta amada. Esa mujer, que podemos ser vos y yo, necesitamos quedarnos solos con Jesús, que todos los que nos acusaban, que todos los que nos querían tirar piedras, que todos los que nos señalan por soberbia se vayan de la escena y nos quedemos solos con él. En definitiva, nuestra vida, al final de nuestra vida, será eso, solos con Jesús. Él nos mirará, nos hablará al corazón y nos dirá: Yo no te condeno.

Que esta escena de hoy, que esta maravillosa imagen nos ayude a reconocer el infinitito amor de Dios, que nos ama y nos perdona siempre, pero que también, debemos decirlo, no quiere que pequemos más, quiere que nos levantemos, que dejemos ese lastre que nos arrastra y que no nos deja caminar en paz, para poder mirar al futuro y vivir como hijos de Dios, libres, sin pecar, amando con todo nuestro corazón.