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V Miércoles durante el año

Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!»

Cuando se apartó de la multitud y entró en la casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de esa parábola. Él les dijo: «¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender? ¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados?» Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos.

Luego agregó: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre.»

Palabra del Señor

Comentario

Cuando leemos atentamente la Palabra de Dios, los evangelios, muchas veces nos pueden surgir muchos interrogantes –valga la redundancia–, cuestionamientos, incluso hasta dudas. Es normal. Te diría que es hasta sano que así sea. Si a partir de la escucha no surge nada, es porque ese texto no nos dijo nada. Pero no por culpa del texto, sino porque no pusimos la atención necesaria, no incluimos el corazón en la lectura. Solo preguntándole cosas a la Palabra de Dios, a Dios mismo, obtendremos respuestas, o por lo menos algunas, y serán esas respuestas las que nos irán ayudando a encontrar el buen rumbo que todos anhelamos.

Es para interrogarse, desde el evangelio del domingo, el por qué Jesús no curó a todos los enfermos y, además, cuando lo volvían a buscar, él decidía irse a otro lado. ¿No te genera preguntas esa actitud de Jesús? A mí sí. Por un lado, está clara la decisión de Jesús de curar algunas dolencias físicas. Pero, por otro lado, es claro el deseo de Jesús de mostrarnos que esas curaciones no eran su primer objetivo, sino que eran signo de algo más profundo. Si no fuera así, Jesús se hubiese transformado en una especie de curandero más de este mundo. Mucho más efectivo que los que andan mintiendo por ahí, pero uno más del montón.

¿No te preguntaste alguna vez el por qué hoy no se ven esos milagros en la Iglesia si supuestamente decimos que Jesús sigue sanando? ¿No será porque justamente la sanación, que nos vino a traer él, es la del corazón? ¿No será que son millones los sanados, pero que nuestra ceguera o deseo de lo extraordinario no nos deja ver más lo profundo, eso que solamente puede ver Dios, el corazón?

Algo del Evangelio de hoy nos enseña algo que tiene que ver con esto que venimos hablando. El mal no es una cosa que anda dando vueltas por ahí y se nos mete en el corazón, como algunos piensan. El mal no es algo que hacen los demás y solamente me toca a mí sufrirlo, sino que es algo que brota de nuestro corazón. Y en eso estamos todos incluidos. No podemos echarle la culpa a los de afuera. No podemos echarle la culpa al mundo en el que vivimos, a internet, al celular, a la televisión, a las cosas malas que hacen los otros, a las cosas que pasan y antes no pasaban. No podemos vivir pensando que la culpa la tienen los demás y que todo lo que no es mío no es tan bueno.

Es verdad que fuera nuestro hay cosas malas y pasan cosas malas. Es verdad que hay que evitar estar en lugares y con personas que nos hacen mal, que de alguna manera nos «ensucian». Pero también es bueno volver a escuchar lo que Jesús dice hoy: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro». Fuimos creados para amar, para salir de nosotros mismos, sin embargo, en el corazón del hombre hay de todo un poco: hay luces y sombras. Hay también malas intenciones, lujuria, deseos de tener lo de los otros, deseos de matar –por lo menos con la mirada y con el corazón– a los demás, de adulterios, de maldad, de engaños, de deshonestidades, de envidia, de difamación, de orgullo, de desatino –como dice la Palabra–.

Cada uno tiene lo suyo, cada uno debe ser sincero consigo mismo y darse cuenta de que, aunque lo de afuera influye, el que finalmente hace las cosas es uno. Somos nosotros los que decidimos comportarnos como hijos de un mismo padre o no, vernos como hermanos. No podemos vivir como los fariseos, creyendo que el problema de nuestra impureza es algo externo. Eso es la hipocresía que muchas veces puede enfermar. Ver siempre los problemas afuera y no en nosotros.

No podemos vivir pensando que, por hacer cosas buenas, así nomás, «seremos buenos», sino que en realidad porque ya tenemos amor en nuestro corazón podemos hacer cosas buenas por los otros. La capacidad de amar, Dios ya la puso en nuestro corazón y eso, por decirlo de algún modo, nos va «abuenando», nos va purificando de lo otro que siempre está y estará.

Porque en la medida que dejamos salir lo mejor de nosotros, lo demás, lo malo se va apagando, va perdiendo fuerzas y colaboramos a que todo lo que nos rodea vaya siendo más lindo, las personas y las cosas.

Vos y yo seremos más cristianos en la medida que busquemos amar en cada cosa y no tanto por luchar contra los males de este mundo, así directamente, aunque sea necesario a veces un poco, es verdad. Pongamos nuestro corazón en lo bueno y ya tendremos la mejor batalla ganada: el darnos cuenta lo que somos, lo que Dios nos dio.

«Escúchenme todos y entiéndanlo bien», dice Jesús. Escuchemos atentamente la Palabra, para no equivocarnos con pensamientos tan distintos a los de Dios y que nos hacen a veces errar el camino.

Dejemos que Jesús nos sane el corazón, que sane nuestro corazón de tantas impurezas que no nos dejan vivir en paz, que no nos dejan amar como Jesús quiere que nos amemos.