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VI Miércoles de Pascua

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En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:

Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo.

El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes.

Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: “Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes”.»

Palabra del Señor

Comentario

Saber que el mismísimo Dios puede habitar en nuestro interior debería ser motivo suficiente para alegrarnos y serenarnos el corazón. De hecho, Jesús les dijo a sus discípulos –del evangelio del domingo, ¿te acordás? –, y a nosotros también: «¡No se inquieten ni teman!». No hay nada que temer, ni por qué inquietarse para aquel que se siente amado y habitado por el mismísimo Dios, Uno y Trino. El inconveniente es que lo «sabemos» con la cabeza, pero no siempre con el corazón. Se da eso de que los treinta centímetros que separan la cabeza del corazón son la mayor distancia del mundo, aunque en la realidad es muy cortita.

¡Cómo cuesta abrazar con el corazón lo que se comprende o acepta con la cabeza! No alcanza con saber las cosas para vivirlas y asimilarlas, al contrario, muchas veces el «saber» muchas cosas, atenta contra la sencillez y la espontaneidad de la fe. ¿Cuántas personas hay que «saben» muchas cosas, pero que tienen el corazón duro e inconmovible? ¿A cuántos de nosotros nos pasa que incluso nos da impotencia el saber cosas con la cabeza, como decimos, pero no podemos vivirlas con el corazón? Bueno, por eso deberíamos pedirle a nuestro Señor que nos conceda la gracia de aceptar esta verdad de fe y que se haga carne en nuestra vida, disfrutando de que Dios nos hable al corazón en cada instante de nuestro día, descansando con la certeza de que jamás estaremos solos si sabemos escuchar el amor que nos anima desde adentro; de que es imposible estar en un lugar en donde Dios no esté, porque en realidad él está con nosotros.

Veníamos reflexionando en estos días sobre el tema de la «soledad». Esa que a veces sentimos, y en el hecho de que Jesús viene a sanarla. Querer sanar o quitar soledades a los demás nos ayuda a comprender el sentido de nuestras soledades; esos sentimientos de soledad que nos puede invadir a veces se pueden transformar en oportunidad para darnos cuenta de que no vale la pena quejarse porque alguien nos dejó solos, por esto o por lo otro, sino que lo mejor que podemos hacer es dedicarnos a consolar las soledades y tristezas de los que no se dan cuenta que están solos porque en realidad se aislaron. Cuando nos aislamos no vemos ni percibimos las compañías lindas de la vida, la de nuestro buen Jesús que está siempre y la de nuestros seres queridos que también en general, están siempre cuando los necesitamos. Podríamos decir que estas son las soledades mal elegidas, o las soledades muy sufridas que no sabemos manejar y nos hacen equivocarnos en la vida, nos hacen tomar malas decisiones, nos hacen victimistas y quejosos, hacen que no veamos lo lindo de la vida. Cuando no sabemos manejar esas sensaciones de soledad, es cuando tomamos caminos incorrectos.

Por eso un buen remedio para la soledad es, por un lado, aprender a convivir con nosotros mismos cuando la sentimos, a pesar de sentirlas aceptándolas y sabiendo que siempre debemos luchar contra ellas. Y por otro lado, el salir de nosotros mismos para darnos cuenta que no estamos solos y que hay muchos que necesitan de nuestras compañías.

Algo del Evangelio de hoy nos vuelve a enseñar que «se aprende de a poco». Las cosas de la vida y las cosas del Espíritu, no hay otro camino que aprenderlas lentamente. En el camino de la fe no sirve la ansiedad, no hay lugar para el estrés. El mismo Jesús les dijo a sus discípulos que tenía muchas cosas por decirles, pero que no podían comprenderlas en ese momento y que sería el Espíritu el que los introduciría en la verdad. Paciencia, en el fondo les dijo: «Paciencia», no se puede todo de golpe. Jesús no les dijo todo «de un momento a otro» a sus amigos, sino que les dijo lo que podían comprender en ese momento y le dejó lo demás para el Espíritu Santo para que siga trabajando en su ausencia.

Nosotros a veces somos como «golosos» de la vida y de las cosas, incluso de la verdad, pretendemos todo y de una vez y para siempre, queremos saber todo y rápido; sin embargo, es lindo darle el lugar a Dios en nuestro propio camino, dejar que sea el mismo Espíritu quien nos vaya enseñando e introduciendo en la verdad de nuestra vida. Él sabe más que nosotros, muchísimo más de lo que nosotros sabemos, ¿sabías? ¿Por qué a veces pretendemos andar más rápido que Dios o a otro ritmo? Si supiéramos la verdad de nuestra vida en un instante, no nos daría el corazón, por eso él nos va introduciendo a su modo, a su manera, a su tiempo. Es necesario encontrar el espacio y el tiempo para escuchar en silencio, para descubrir ese «Maestro» interior que es el Espíritu Santo, ese «Maestro» que nos dejó Jesús y nos va enseñando lentamente lo que nos hace bien, lo que debemos dejar, lo que debemos decidir, lo que debemos abrazar. Por eso es necesario que nos hagamos tiempo y nos quedemos solos a veces, porque sin soledad fecunda ese «Maestro» interior habla, pero no es escuchado, habla, pero no sirve lo que dice, ya no sabe qué hacer con nosotros.

¿Te imaginas si nos tomáramos el tiempo necesario cada día para escuchar la verdad que hay en nuestro interior, para escuchar a Jesús que nos quiere enseñar por medio de su Espíritu? ¿Te imaginas? Empecemos a probarlo. Un día con tiempo en silencio y soledad fecunda es un día distinto.