Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?»
El le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.»
Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»
Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.»
Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero.»
Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras.» De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme.»
Palabra del Señor
Comentario
Jesús ascendió a los cielos para ser glorificado por el Padre y desde ahí, seguir pastoreando su rebaño, seguir atrayéndonos día a día con su amor. La gloria de Jesús fue haber cumplido la voluntad de su Padre y hoy, también, es ayudarnos a cumplirla a nosotros que somos sus hijos, dándonos su amor y su fortaleza. Por eso, nosotros, los que de alguna manera ya estamos «ascendidos» a los cielos, porque, de algún modo, su amor nos elevó, los que ya recibimos el amor de Jesús por el Espíritu Santo, los que ya disfrutamos de tener algo de nuestro corazón en el de él, no debemos olvidarnos de ayudar a los otros; a los alejados, a los olvidados, los tristes, los que no tienen fe, los enojados, los abatidos, los enfermos, para que no se olviden que nuestra vida tiene otro sentido, que el sentido último de lo que hacemos no pasa por esta tierra, que fuimos creados para lo eterno, para el cielo, para ser santos, para amar eternamente.
La escena de Algo del Evangelio de hoy es parte de un relato más extenso: Jesús a la orilla del lago, esperando a los discípulos –¿te acordás?– con el fuego encendido, la pesca milagrosa, los discípulos maravillados por semejante milagro y, finalmente, este diálogo emocionante con Simón, al que Jesús le cambió el nombre por Pedro. ¡Qué lindo que es poder imaginar lo que Jesús resucitado pudo lograr finalmente en el corazón de su gran amigo Pedro! Es lindo poder imaginar lo que Jesús quiere lograr en el tuyo y el mío ahora, mientras escuchamos su Palabra.
Algunos elementos nos pueden ayudar, pensando en nuestra vida de discípulos, desde donde nos toca vivir la fe, ya sea como sacerdotes, como consagrados, como laicos, como padres, como madres, como maestros, según donde cada uno esté, según lo que cada uno eligió. Antes que nada, imaginar esta escena siendo nosotros mismos los protagonistas. Nosotros como Pedro, alguna vez negamos al Señor, con nuestros silencios, con nuestras omisiones, con nuestras promesas incumplidas, con nuestros pecados hacia otros, con nuestros pecados ocultos, nuestras incoherencias, nuestra corrupción de algún modo social de la cual a veces somos parte, con nuestra soberbia, con tantas cosas más y con la que haremos. Pero a nosotros también como a Pedro se nos puede sentar Jesús al lado y nos puede decir esto mismo: «¿Me amás, me amás? ¿Me querés?». Recemos si podemos pensando en esta situación. Intentemos armar nuestro propio diálogo con el Señor. Mientras tanto digo algunas cosas que nos pueden ayudar.
Jesús no reclama el amor como lo hacemos nosotros. Jesús reclama, por decirlo de alguna manera, pero amando y enseñando a amar. Nosotros a veces reclamamos como refregando al otro su carencia, o sea, mostrando lo que el otro no hizo y lo que nosotros hubiésemos hecho. Jesús, en cambio, reclama amor, amando. Las palabras del Maestro hacia Pedro son en realidad una delicadeza de su corazón para quien será el primer pastor de toda la Iglesia, lo que nosotros hoy llamamos papa. Jesús no le reclama su falta de amor anterior, sino que lo conduce a sincerarse consigo mismo y a terminar confesando lo mejor que podía confesar: «Tú lo sabes todo, Señor; tu sabes que te quiero». Jesús, ya lo sabés, no llama a los perfectos, sino que nos llama para llevarnos a la perfección. No llamó a Pedro por ser perfecto, sino que lo hace capaz para amar y hace capaz y capaces de amar a los que llama, hizo que Pedro aprendiera a amar lentamente.
En la escena de hoy, llama a Pedro, pero también a vos y a mí, no porque tengamos certificado de buena conducta, porque nunca nos equivocamos o porque nunca lo haremos o porque nunca lo negamos, sino que nos llama para enseñarnos a hacer un camino de humildad, el de reconocer que no podemos amar como nosotros creemos, sino que tenemos que dejarnos enseñar y que este camino es largo, dura toda la vida, hasta el final, hasta que nos «lleven a donde no queramos».
Solo podemos seguir a Jesús en serio, con sinceridad, sin caretas, si reconocemos que el único que lo sabe todo es él, y que nosotros lo único que podemos hacer es aceptar esto con humildad. Si no, no estamos siguiendo a Jesús, nos estaremos siguiendo a nosotros y a nuestras propias fuerzas.
Por último, lo único que él quiere de nosotros es que hagamos todo lo posible para amarlo con todas nuestras fuerzas, que busquemos amarlo como podamos; lo otro, lo hará él mismo. A Pedro, para hacerlo Pastor, no le pidió más que su corazón. ¿Qué pensás que nos puede pedir a nosotros? No nos pide reconocimientos, grandes títulos, mucho estudio, que nos aplaudan, que nos sigan, que nos quieran y tantas cosas más. Jesús nos pide que le entreguemos nuestro corazón para amarlo, porque si nuestro corazón tiende hacia él, es garantía de que irá creciendo y de que lo demás es superficial, circunstancial, lo demás es pasajero. Dios Padre quiera que hoy que todos podamos decir: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero».