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VII Viernes durante el año

Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del Jordán. Se reunió nuevamente la multitud alrededor de él y, como de costumbre, les estuvo enseñando una vez más.

Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: «¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?»

Él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?»

Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella.»

Entonces Jesús les respondió: «Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido.»

Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. El les dijo: «El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio.»

Palabra del Señor

Comentario

Para ir cerrando un poco el tema del Evangelio del domingo –tan profundo y a veces tan difícil de comprender– debemos volver a remarcar y resaltar que en definitiva las enseñanzas de Jesús son para nuestra felicidad. Que todo lo que nos pone obstáculos al amor, que toda actitud, sentimiento, pensamiento que no nos deja ser lo que en realidad somos o para lo que estamos hechos, que es el amor, en definitiva, será un obstáculo, será un impedimento para que seamos felices. Por eso siempre debemos ver en las palabras de Jesús, en sus enseñanzas, un camino de felicidad. Que sí, que, por supuesto es arduo, es ciertamente más difícil que la propuesta fácil de este mundo, que, por poner una imagen, «es como cuesta abajo». Nos propone algo fácil, pero que, en definitiva, nos conducirá a no ser tan felices, o por lo menos no ser todo los felices que podemos ser. Por eso, sigamos intentando amar a aquellos que no nos aman, recemos por ellos, no los tratemos como ellos nos tratan, hagamos el esfuerzo de mirarlos de otra manera, de comprender; que muchas veces el que no ama o el que hace el mal lo hace en definitiva porque nunca experimentó el verdadero amor.

Y terminando la semana, podemos volver a refrescar el deseo de escuchar a Jesús, que nos habla día a día. Acordémonos que el Evangelio de cada día es también un empujón para que aprendas a escuchar a nuestro buen Dios en todas las cosas, en todas las situaciones, en todas las personas. Dios no vive y habla solamente en un lugar, en su Palabra escrita –aunque, por supuesto, es su forma de hablar más especial–, sino que él habla en todas las circunstancias, en todo lo momentos para aquellos que están atentos.

Y hoy estamos frente a uno de esos evangelios que parecen más fácil esquivarlos que comentarlos. Es verdad, cuesta, cuesta porque todos sabemos, que cada vez más hay más familias desunidas o familias que no han podido prosperar como lo deseaban, o familias que sufren diferentes situaciones de falta de amor. Cuesta también porque el mundo, o incluso también dentro de la iglesia, se nos bombardea con planteos que quieren socavar y destruir el ideal de familia que viene desde los orígenes del mundo, desde la creación y que Jesús vino a restaurar. Cuesta, es verdad, pero tenemos que hablar –como siempre digo– «con amor del amor». Eso creo que es lo importante. Si se habla «con amor del amor», como habló Jesús, por más que haya personas que estén sufriendo situaciones difíciles, incluso vos mismo que estás escuchando, vos misma, en nuestras familias, no debería haber posibilidad para el enojo, o por lo menos si hay enojo, pero hay apertura de corazón, debemos darnos cuenta que las palabras de Dios –como dije anteriormente– son para nuestra felicidad.

Se me ocurre que para graficar algo de lo que plantea el Evangelio de hoy, puedo contarte algo que me pasó una vez y me quedó grabado para siempre. Me acuerdo que visité una señora ya muy mayor, que tenía cáncer ya extendido, pero que ante de morir ella deseaba confesarse, recibir la unción de los enfermos y la comunión antes de empezar su tratamiento, su quimioterapia. Fue una conversación y una confesión muy gratificante, de las más lindas de mi vida, salí –me acuerdo– casi llorando al estar con ella. Fueron de esas charlas en las que como sacerdote tenía deseos de cambiarle el lugar a la señora, que ella me escuche a mí y me confiese. Entre tantas cosas que me dijo, recuerdo algo increíble, fue como recibir todas las clases de teología en una charla de diez minutos, como un baldazo de realidad. Dolida por su enfermedad, por su cáncer, pero llena de confianza me dijo: «Yo entiendo por qué me pasa todo esto, no le echo la culpa a Dios, pero sé que Dios lo permite para algo. Yo toda mi vida hice lo que quise, lo que se me antojó, nunca hice la voluntad de Dios. Fui muy mandona –como se dice–, muy autoritaria con mis hijos y los torturé pretendiendo que siempre hagan lo que yo quería. Yo era la que decidía todo y no me importaba lo que querían los otros.

Ahora me doy cuenta que Dios me dice: “¡Vení, vení para acá, ahora vas a hacer lo que yo te pido!”. Me di cuenta que en realidad venimos a este mundo a hacer la voluntad de Dios, me di cuenta que yo nunca la había cumplido y que ahora tenía la oportunidad, tengo la oportunidad». Yo no podía creer lo que escuchaba, porque la señora era muy buena, incluso había sido muy cercana a la Iglesia, había sido catequista. Ella se refería a algo más profundo, no a simples pecaditos, como podemos decir. Se refería a algo más radical que reside en nuestro interior: Dios quiere enseñarnos a amar y a obedecerle, y nosotros nos creemos que sabemos amar y no queremos obedecerle.

El planteo profundo que los fariseos le hacen hoy a Jesús, el planteo que le hace el mundo a la Iglesia, o incluso a miembros de la Iglesia, el planteo que incluso podemos hacerle vos y yo a Dios es este: ¿Por qué tenemos que seguir tu voluntad? ¿No es demasiado dura? ¿No es demasiado exigente? ¿Por qué tenemos que permanecer unidos hasta que la muerte no separe? ¿Es posible hacer lo que Dios quiere, que el hombre y la mujer estén siempre unidos en medio del contexto del mundo en que vivimos? Las respuestas me imagino que te las imaginas, dejo que te las puedas contestar vos mismo. A mí me las contestó esa señora ese día, en vivo y en directo, con lágrimas en los ojos, esa tarde que estuve con ella. No hay nada más placentero que hacer la voluntad de Dios, pero espero no tardar tantos años para descubrirlo.