Dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les respondió: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno, y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles.
Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal, y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre.
¡El que tenga oídos, que oiga!»
Palabra del Señor
Comentario
Mientras Jesús levanta sus ojos para ver y mirar lo que nosotros no podemos mirar, lo que la humanidad ignora por estar ensimismada en sus propios problemas y egoísmos; mientras Jesús tenía y tiene esa actitud, nosotros a veces, sin darnos cuenta, bajamos la mirada para vernos a nosotros mismos, vernos el ombligo, y por eso no miramos nada, no sentimos el dolor de los que sufren verdaderamente. Solo mira aquel que sabe levantar su vista, como Jesús. En estos días, levantemos la mirada para darnos cuenta, para caer en la cuenta de que Jesús necesita de nosotros para darle de comer a los hambrientos, para darles amor y pan. «No solo de pan vive el hombre», pero necesita también pan. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»; necesita también de Dios Padre, necesita también saciar su hambre de él, de felicidad, de plenitud, de amor. Decía la Palabra del domingo que Jesús le decía eso a Felipe, para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Él puso a prueba a sus discípulos, nos pone a prueba a nosotros también, para saber si estamos dispuestos a dar algo de nosotros para ayudar a los demás, y eso no se resuelve solo con dinero, no alcanza con distribuir bien lo que en verdad sobra en este mundo –aunque hay que hacerlo-, sino que Jesús necesita de nosotros, de nuestro corazón, de lo que podemos amar dando, y eso no se compra en ningún lado, lo tenemos vos y yo en el corazón, no tenemos excusa.
Dijimos también en estos días que la Carta a los hebreos dice que «la palabra de Dios es viva y eficaz y que es más cortante que espada de doble filo». La palabra de Dios es viva, pero también es eficaz, o también podríamos decir que es eficaz porque es viva, solo lo que está vivo puede dar vida. La palabra de Dios escrita es muy eficaz, quiere decir que dice lo que hace y hace lo que dice; no se comporta como muchas veces lo hacemos nosotros, que no vivimos lo que decimos. Es eficaz en nuestra vida cuando la escuchamos con constancia, siempre termina dando fruto y produciendo en nosotros lo que nos va diciendo. Es lindo saber eso y creerlo. Si todavía no creemos que sea eficaz, es porque todavía no la pudiste escuchar con el corazón abierto y dispuesto, porque todavía no le dimos tiempo. ¡No nos rindamos!, ¡no nos cansemos! Todos estamos en la lucha, todos estamos en camino. Tenemos que volver a empezar una y otra vez, siempre.
Algo del Evangelio de hoy nos enseña algo muy lindo: el interés de los discípulos por saber más, por comprender; no se la creyeron que habían comprendido. ¿Te acordás que el mismo Jesús dice que la mayor dificultad por la cual la Palabra de Dios no da fruto en nuestra vida es por la falta de comprensión y también por la ignorancia? Lo decía en la parábola del sembrador, ¿te acordás? Somos ignorantes en las cosas de Dios y por lo tanto en sus palabras. ¿Lo sabíamos? A veces nos convencemos de que las parábolas de Jesús son una especie de lindos cuentitos para niños y creemos que las comprendemos fácilmente, pero la mayoría de las veces nuestra comprensión es superficial, se queda ahí nomás, sin tocar fondo, y si no toca fondo, si no toca el corazón, no echa raíces, no termina de ser eficaz, no nos convierte. «Señor, dicen los discípulos, explícanos la parábola de la cizaña en el campo». ¡Qué bueno y qué lindo poder decirle esto hoy a Jesús: Explícanos algo más de lo que creemos que ya sabemos. Ayúdanos a comprender que en realidad no comprendemos casi nada. Ayúdanos a no darnos el lujo de decir que ya está, que ya no necesitamos explicaciones a tus palabras, que ya no necesitamos hacernos más preguntas. Dichoso aquel que pregunta siempre, porque siempre se da cuenta de que jamás puede saberlo todo. Dichoso aquel que al escuchar la Palabra de Dios de cada día le dice a Jesús, con humildad y sencillez: «Maestro, ¿me explicás mejor lo que dijiste?, lo necesito. ¿Me explicás lo mismo pero bajado a mi tierra-corazón, a mi pobre comprensión? ¿Me lo explicás para que pueda vivirlo en mi propia vida?».
Dichoso el que cada día se toma el trabajo de escuchar a Jesús y pedirle que sea él mismo el que nos explique y no solo un sacerdote de turno. Dichoso el que no considera a la Palabra de Dios algo más en su vida ni la compara con cualquier escrito, sino aquel que toma conciencia de que es «viva y eficaz», que da vida y cambia la vida y de golpe se va dando cuenta de que no hay palabras más lindas que las que salen de la boca de Dios. Dichoso aquel que dedica más tiempo en su día para escuchar a su Padre y no tanto en escuchar palabras de la televisión, de las novelas, de las series, de las malas noticias, de los chismes, de las calumnias, de los juicios apresurados, de los que se creen que las saben todas e incluso se creen los mesías de un mundo al que solo lo salva verdaderamente Jesús.
Hoy seamos dichosos oyentes de las palabras de Dios, hoy seamos humildes preguntones y dejemos que él nos las explique mejor y démonos el lujo de preguntarle a Jesús todo lo que necesitamos. Hoy reconozcamos nuestra ignorancia y volvamos a escuchar o leer la Palabra para descubrir algo nuevo, algo que no sabíamos.