Jesús les habló otra vez en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir.
De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: “Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas.” Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron.
Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: “El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren.”
Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados.
Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. “Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?” El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: “Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.”
Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos.»
Palabra del Señor
Comentario
«Aparta de mí las cosas vanas, vivifícame con tu palabra». Esto pedíamos el lunes, suplicábamos que Dios aparte de nosotros todo lo que es vano y nos quita vida del corazón. Lo superficial, lo vano, aunque no parezca, nos va quitando fuerzas, porque nos desgasta en cosas que, pueden ser importantes, pero en el fondo no son esenciales. Poner el corazón en cosas que son vanas, tarde o temprano nos quita energías, porque no nos da lo que necesitamos, la vida del alma que solo puede darnos Dios y su palabra. Por eso pidamos que hoy la palabra nos vivifique, una vez más nos diga algo que nos ayude, que nos levante, que nos guíe, que nos ilumine, que nos muestre una vez más el camino si hemos perdido el rumbo, que nos ayude a afirmar nos en el camino que venimos tomando.
De Algo del Evangelio de hoy, recordemos otra vez más un detalle sobre las parábolas; hay dos clases de personas que reciben las parábolas, podríamos decir, y con ellas dos formas distintas de responder.
Están los que quieren entender, los que buscan e intentan escuchar, escudriñar, ir más allá y por eso preguntan para saber más. Por eso tenemos que preguntarle siempre a nuestro Dios cuando nos habla, no hay que dar por entendido como si supiéramos todo. Preguntarse mientras escuchamos o después de haber escuchado: ¿Qué dice la Palabra? ¿Qué está diciendo? ¿A qué se refiere con lo que acabo de escuchar? Esa es la manera de escuchar verdaderamente con el corazón, de «meter» el corazón en lo que uno escucha con los oídos.
Y por otro lado están los que oyen, pero en realidad no escuchan, los que oyen sin atender, los que están oyendo con sus oídos, valga la redundancia, pero escuchando otra cosa con el corazón. En este momento… ¿estamos escuchando mientras hacemos otra cosa y no terminamos de prestar atención, oímos como si estuviéramos escuchando a alguien sin importancia y no al mismísimo Dios?
Cuando oímos sin escuchar, es cuando somos un poco ricos de corazón y mente; creemos que no necesitamos nada, que sabemos casi todo, de todos los temas, conocemos todas las reglas, nos podemos creer los «iluminados en la fe», podemos conocer mucho de teología y saber incluso el catecismo, pero no saber, no haber saboreado a Cristo verdaderamente. Cuando vivimos así, Jesús termina siendo una norma, una regla, una moral, una doctrina que tenemos que aprender. Y la Palabra termina siendo solo eso: un requisito por cumplir. Es el que tiene la mente cerrada pero la boca abierta, habla mucho y escucha poco.
Ojalá podamos escuchar la parábola de hoy con otra actitud, con actitud de un corazón humilde. Ayer escuchábamos que la parábola estaba dirigida a los discípulos; hoy dice que está dirigida a los fariseos de ese tiempo, a los fariseos de hoy, a los cristianos que podemos tener el corazón duro como de fariseo.
Hoy nos dice el Señor que el Reino de los Cielos es como una gran invitación, una invitación de amor, una invitación a participar de un gran casamiento, de unas bodas: de las bodas del Hijo de Dios con toda la humanidad. Para eso envió Dios Padre a su Hijo, para establecer una alianza de amor con toda la humanidad, acordémonos que Jesús no vino a condenar; vino a salvar, a invitar, porque nadie va a Jesús si no es a través del Padre y si no es atraído por el Padre que nos invita siempre. Por eso él utiliza servidores para invitarte a vos, a mí y a todos y a tantos a semejante fiesta, la fiesta empieza acá, como se dice, en la tierra y terminará un día en el cielo, donde encontraremos la plenitud.
Dice el texto que «todo está a punto», Jesús ya vino, ya está entre nosotros, y el banquete empieza en nuestras vidas, cuando conocemos a Jesús profundamente, cuando lo amamos, cuando empezamos a descubrirlo en la familia, en el trabajo, ahora mientras estás preparándote para salir de tu casa, en tu estudio, en tu oración, también en los más pobres, en la Misa que es el momento por excelencia donde celebramos este gran banquete, el anticipo del banquete del cielo.
La invitación es a disfrutar, a amar como él ama y por eso es una gran fiesta. Él nos invita, pero muchos no quieren escuchar ni aceptar esa invitación, y entonces se lo pierden; es más lo que nos perdemos que el mal que hacemos cuando no aceptamos la invitación del Señor. ¡No nos perdamos! ¡No perdamos semejante regalo!
Nos podemos pasar la vida a veces sin amar, sin participar de estas bodas de Dios con los hombres, por pasarnos el día pensando en nuestras cosas, solo en nosotros, en las cosas vanas; dejar pasar mil oportunidades de invitaciones que el Señor nos hace para estar junto con él y los demás. Hoy aceptamos una vez más esta invitación de nuestro buen Dios.