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XXIV Lunes durante el año

Cuando Jesús terminó de decir todas estas cosas al pueblo, entró en Cafarnaún. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor.

Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: «El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga.»

Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo -que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes- cuando digo a uno: ” Ve”, él va; y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi sirviente: “¡Tienes que hacer esto!”, él lo hace.»

Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe.»

Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.

Palabra del Señor

Comentario

«El rencor y la ira son abominables, y ambos cosas son el patrimonio del pecador», decía la primera lectura ayer domingo, como anticipando el Evangelio que Jesús nos dejaba de regalo para que reflexionemos sobre el perdón. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? ¿Cómo es posible pretender que Dios nos perdona si nosotros no tenemos piedad de hombres semejantes a nosotros, no nos consideramos también pecadores? Es verdad, algunos podrá decir «Lo que a mí me hicieron es imperdonable», «Lo que a mí me hicieron es lo peor que se le puede hacer a alguien». Es verdad, alguien puede decir eso, pero al mismo tiempo, ¿cuánto tiempo podemos vivir  con rencor? No nos damos cuenta que vivir con rencor, enojo e ira finalmente nos enferma, nos enferma por supuesto primero el corazón, pero también ¡cuidado! Nos puede enfermar hasta el cuerpo. Hay personas que por guardar rencores, enojos por muchos años tienen incluso el rostro de enojados, cara de enojados, cara de personas que no pueden perdonar. Bueno, esa es la gran debilidad que podemos cargar vos y yo: el rencor y el odio que hace que no podamos perdonar, o a veces por cosas pequeñas somos capaces de devolver cosas mucho más grandes. Vamos a continuar con el tema del perdón en estos días. Tema que nos regaló el Señor ayer en el Evangelio, mostrándonos incluso que si no aprendemos a perdonar, no tenemos ni siquiera derecho a pretender que él nos perdone.

Pero hay algo que me asombra a mí del Evangelio de hoy, de Algo del Evangelio de hoy, y es que sea un hombre «no religioso» el que nos dé «lecciones» de fe. ¿No te pasa lo mismo? Es un centurión, un soldado romano, el que, de alguna manera, nos da «cátedra» de lo que significa confiar en la palabra de Jesús aun sin haberlo visto, lo considera su jefe y él subalterno y compara la confianza total en su palabra como la confianza que le tenían sus subalternos a él. A mí eso, de alguna manera, me «descoloca», me asombra para bien, incluso no me asusta que sea Jesús quien se admire de él y lo ponga como ejemplo para todos, al contrario, me consuela muchísimo. De hecho, Jesús lo dice así: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe». También te aseguro que como sacerdote no me canso de encontrar personas con mucha fe, mucho más que la mía, por supuesto, que no son tan «religiosas» como se considera a una persona religiosa o por lo menos no son del común de lo que la gente piensa sobre lo que es ser «religiosos». Eso sería para otros varios audios, el tema de la religiosidad y la espiritualidad que a veces se oponen pero que no tienen que ser así.

Tan ejemplo de fe es para nosotros este hombre, que sus palabras, quedaron para siempre en nuestras liturgias, en la misas, una maravilla, ¿no te asombra esto? Que las palabras de un pagano de ese tiempo, de alguien «supuestamente» sin fe, son rezadas todos los días por millones de personas en el mundo en cada misa celebrada, antes de recibir a Jesús en la Eucaristía. Son las únicas palabras de la Misa incluso que el sacerdote debe decir junto con todo el pueblo. Nadie es digno de recibir a Jesús en el corazón, ni siquiera el sacerdote, hasta el Papa tiene que decirlas. «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme», decimos.

El Evangelio es así de lindo, un canto a la «apertura» del corazón, una «cachetada» a la estrechez mental, una muestra clara de que Jesús se regocijó por acercarse a los más apartados, a aquellos que incluso los llamados «religiosos» de ese tiempo no consideraban dignos. ¡Qué lindo que es saber que Jesús vino a hacernos dignos, a todos, a los que dicen ser «religiosos» y verdaderamente lo son y a los que aparentemente no lo son pero tienen fe más grande que incluso los llamados «religiosos»!

Si la palabra de Jesús ese día bastó para sanar a ese sirviente, hoy debemos creer y pensar lo mismo. ¿No lo crees?¿No te asombra? Una palabra de Jesús escuchada ahora con fe basta para sanarnos de nuestras enfermedades del corazón. Creamos verdaderamente. Asombrémonos de este hombre que es modelo de fe, y al mismo tiempo, no te asombres de que los que parecen menos cercanos a Jesús, sean muchas veces los que más nos enseñan sobre la fe, los que más nos muestran qué es lo verdaderamente esencial de un hombre de fe. Creamos, creamos que una palabra de Jesús bastará para sanarnos en este momento, ahora, mientras estamos escuchando.

Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.