A los discípulos de Jesús se les ocurrió preguntarse quién sería el más grande.
Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, tomó a un niño y acercándolo, les dijo: «El que recibe a este niño en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me envió; porque el más pequeño de ustedes, ese es el más grande.»
Juan, dirigiéndose a Jesús, le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros.»
Pero Jesús le dijo: «No se lo impidan, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes.»
Palabra del Señor
Comentario
¿No te pasa que para empezar los lunes necesitás a veces que te saquen de la cama, dicho simbólicamente? Por lo menos nosotros, los sacerdotes, los fines de semana terminamos más cansados que nunca, porque son los días en los que en realidad más trabajamos. Pero de alguna manera creo que todos necesitamos un nuevo impulso para empezar los lunes, porque parece como que todo nos pesa más, nos cuesta más, se nos viene la semana encima y a veces no terminamos de descansar bien. Bueno, si estás en uno de esos días, levántate, mirá al cielo, abrí la ventana, mirá una imagen, buscá un sagrario. Vale la pena empezar otra vez, Dios nos regala un día más para amar, para hacer el bien, para dar la vida… ¿Te parece poco?
El bien es más grande de lo que podemos imaginar. Cuando queremos medir el bien con nuestra pobre mirada, nos volvemos mezquinos, calculadores o incluso envidiosos, celosos. La actitud de Juan, el discípulo, el más joven, en el Evangelio de ayer, del domingo, va en la línea de las otras actitudes que escuchamos los domingos anteriores, la de Pedro que no tenía los pensamientos de Dios, y las discusiones entre los discípulos que se peleaban por ver quién era el más grande, parecido a lo de hoy. Todas estas actitudes tienen que ver con un trasfondo de soberbia, de orgullo que se manifiesta de distintas maneras en estos hombres débiles, tan débiles como cada uno de nosotros, como vos y yo. Pedro se interponía en el camino de Jesús, en su decisión de sufrir por nosotros, pretendiendo saber más que su Maestro… Los discípulos que no comprendían la humildad de su Señor y se peleaban por grandezas humanas; y ayer, Juan que pretendía evitar el bien que podían hacer otros. Disculpá que retome tanto lo anterior, pero creo que nos va a ayudar para que comprendamos más; en definitiva, todo tiene la misma raíz, el orgullo, la soberbia, que nos puede llevar a celar, a envidiar el bien ajeno. De eso trataremos esta semana.
De Algo del Evangelio de hoy solo te propongo tomar la primera parte porque la segunda es similar al Evangelio de ayer.
Escuchemos esto que es bastante gracioso: «A los discípulos se les ocurrió preguntar quién sería el más grande». ¡Qué ocurrencia!, ¿no? Digo que es «gracioso» porque contrasta tanto con Jesús, con su modo de ser; que, en realidad, nos reímos para no llorar. ¿Es posible que a los discípulos les haya costado tanto entender a Jesús? Y sí. ¿Es posible que nos cueste tanto a nosotros? Y sí, es posible. En realidad, los discípulos no entendieron mucho quién era Jesús hasta que se les apareció resucitado, e incluso te diría más, hasta ahí les costó entenderlo. Recién al recibir el Espíritu Santo pudieron empezar a entender; pero bueno, ese es otro tema, para otro Evangelio.
La «ocurrencia» de los discípulos es la ocurrencia básica de todo ser humano, de todos nosotros, que en algún momento nos llega. ¿Cuál sería? Andar midiendo nuestra «grandeza» con ojos humanos, con los ojos que tenemos obviamente, pero mirando solo las apariencias y dejando de ver que en realidad nuestra verdadera grandeza, esa que es la de un corazón pequeño en realidad, que no se «agranda» por lo de afuera, sino que se goza con lo de adentro. ¡Qué difícil no agrandarse en esta vida!, ¿no? A medida que más grandes nos hacemos para los ojos de los demás, más grandes queremos ser por dentro, y todo en realidad debería ser lo contrario o debería ser de otra manera: ¿Queremos ser grandes entre los grandes, o sea, entre los adultos? Hagámonos pequeños de corazón aun siendo grande para los demás, aun cuando todos te alaben.
Esa es la gran receta del Evangelio: hacernos pequeños aun cuando tengamos muchos años, y dejemos de medir todo por los logros humanos, visibles, por los aplausos; no podemos medir nuestra grandeza por un «aplausometro», por la cantidad de fans que tenemos, de seguidores, de «me gusta» –eso que tanto se da hoy–, de cuántos nos quieren, cuántos nos aplauden; esa forma de medir es pobre, es mediocre, es efímera, es pasajera y sin embargo, la verdad es que muchos andamos a veces así, trás eso, incluso dentro de la Iglesia buscamos una especie de «marketing», con medidas humanas, pobres y pasajeras.
Recuerdo que en un viaje a EEUU el papa Francisco dijo una cosa muy interesante y muy fuerte: dijo que a veces el mundo se ha convertido en un gran «shopping», que andamos queriendo venderlo todo, y que todos consuman todo lo que hacemos, nos gusta que nos compren lo que somos.
¿Qué buscamos detrás de eso? ¿Por qué creemos que somos grandes para Dios?, preguntémonos hoy. ¿Por nuestros logros, por haber tenido menos fracasos humanos en la vida, porque somos buenos en un deporte y nos aplauden, porque tenemos buenas notas en el colegio, en la universidad, porque somos jefes de una empresa, porque somos talentosos, porque hacemos muchas obras de bien, por nuestros progresos económicos? Preguntémonos eso…
¿No pensamos a veces que por eso somos grandes ante Dios? No, ¡nada de eso! Somos grandes en serio para Dios Padre y únicamente para él, siempre, pero porque somos hijos cada uno, somos hijos de Dios; somos pequeños ante nuestro Creador, pero amado profundamente, más allá de lo que hagamos.