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XXXIII Jueves durante el año

Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.

Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios.»

Palabra del Señor

Comentario

Es una maravilla descubrir y experimentar que cuando damos de lo que hemos recibido por amor, todo se multiplica. Y ese crecimiento de algún modo no tiene límites o, por lo menos, los límites se hacen bastantes ilimitados. El único que ama sin límites es nuestro Padre del cielo, el único que da a cada uno según «su capacidad» es él. Así decía la parábola de los talentos del domingo. Por eso… ¿sabés cuál es el gran don que está como de fondo de los talentos? La libertad. Dice el texto: «…y después partió». Dios da y se aparta, o sea, Dios nos dio todo y nos dejó libres. Por eso nadie puede achacarle a Dios que es un padre que vigila, controlador, que señala, que está buscando a quién acusar y tantas cosas más, que a veces pensamos mal de él y no son así.

¿Qué es lo que hace la diferencia entre los que devuelven el doble de lo que recibieron y el que enterró sus talentos? El buen uso de su libertad. Unos deciden una cosa y otros otra. Unos «en seguida» van a negociar lo recibido, o sea, se mueven, se toman en serio el don, y el otro gastó sus fuerzas en hacer un pozo y enterrar lo recibido. Unos usan su fuerza e ingenio para amar y entregarse y otros gastan sus fuerzas e inteligencias en guardar lo recibido, sin darse cuenta que eso no sirve para nada. «El que no vive para servir, no sirve para vivir» dice alguien por ahí. ¿Nosotros de qué lado estamos? ¿Cómo estamos viviendo? ¿En qué estamos gastando la vida y las energías? ¿En qué estamos gastando los dones que Dios nos dio? ¿Estamos enterrando o estamos haciendo que den fruto? Unos gastan la vida en sí mismos y otros gastan la vida en darla, y eso es una maravilla. Eso es lo que da la verdadera alegría.

Cuando descubrimos los talentos recibidos y empezamos a darlos, cuando no los enterramos por mezquinos y perezosos… todo se multiplica, los corazones se ensanchan, tu vida abarca más personas, ya no te importa tanto su condición social ni nada por el estilo, ni el color ni la raza; todos empiezan a «experimentar el verdadero sentido de nuestra fe, que solo crece cuando se da», como decía san Juan Pablo II.

Algo del Evangelio de hoy expresa de alguna manera el dolor del corazón de Dios por la ceguera y la mezquindad de los hombres de ese tiempo y los de todos los tiempos. Jesús lloró. ¿Sabías eso? ¿Lo habías escuchado? Jesús iba caminando hacia Jerusalén sabiendo que allí iba a entregar su vida y cuando llegó a un monte cercano a la ciudad –de donde se ve todo desde arriba–, lloró viendo la ciudad. Este llanto de Jesús es un sentimiento al que muchas veces no le damos tanta importancia o que muchas veces pasamos de largo, porque por ahí solo recordamos el llanto de Jesús al morir su amigo Lázaro o sus lágrimas de angustia durante su pasión.

Esto nos pasa mucho en el evangelio. Nuestra memoria a veces es selectiva. Como nos pasa o nos pasaba con la comida cuando éramos niños. Cuando éramos niños, separábamos por ahí del plato lo que no nos gustaba. Separábamos las lentejas, las arvejas, las verduras que no nos gustaban y así tantas cosas, ¿no? Pero nuestros papás nos enseñaban que teníamos que comer todo, porque nos hacían tomar consciencia de que hay personas que por ahí no tenían alimentos en sus mesas. Bueno, con la Palabra de Dios muchas veces nos pasa lo mismo. El plato de la Palabra está servido todos los días, pero algunas veces elegimos lo que más nos gusta, olvidándonos de que muchas cosas más nos hacen bien también, y separamos lo que no podemos «tragar» por su aspecto, o porque alguna vez nos cayó mal, o por caprichosos nomás.

Este llanto de Jesús es un poco incómodo. Llora por la gente que, debido a su ceguera, no puede ver ni reconocer el tiempo de Dios, el paso, la visita de Dios por sus vidas. Los discípulos vieron llorar a Jesús. ¿Te imaginás ese momento? Jesús mirando la ciudad y las personas que debían recibirlo mientras caían lágrimas de sus ojos, que seguro mojaron el puño de su túnica. Lágrimas por amor, lágrimas de tristeza, de desilusión, de impotencia, de reproche. Lágrimas de Dios.

Sí, Dios también lloró, aunque cueste creerlo. Jesús lloró y llora en serio. No fue un teatro. Lloró estando en la tierra con nosotros y por qué no pensar que llora también ahora desde el cielo –por decirlo así–, y llora por lo mismo, llora por amor.

Jesús llora por nosotros cuando tenemos los ojos tapados o nublados por tantas cosas y no podemos ver que él está visitándonos continuamente. ¿Qué más esperamos de él? ¿Qué otras señales de su visita necesitamos para darnos cuenta de tanto amor, cuánto nos ama? ¿No seremos demasiados «ambiciosos» con Dios o pretenciosos, exigiéndole más de la cuenta? ¿No será que tenemos un Dios tan sencillo y bueno que a veces nos incomoda un poco y nos descoloca? Jesús lloró por nosotros cada vez que elegimos «enterrar» nuestro talento y «hacer la nuestra».

Jesús deja que sus lágrimas corran por sus mejillas cuando usamos mal nuestra libertad y le damos la espalda. Jesús lloró y llora cada vez que rechazamos su amor y caemos en el pecado. Llora porque nos ama, como cuando un padre y una madre se les estruja el corazón al ver que un hijo o una hija toma caminos equivocados o desperdician sus vidas en cosas que no tienen sentido. ¿No tiene también derecho Dios en llorar por nosotros? ¿No es lindo que a Jesús le preocupe nuestra vida y llore por amor? Aunque parezca raro y duela un poco, prefiero que Jesús llore por nosotros a que no se interese por lo que hacemos.

Señor, danos la gracia de darnos cuenta las veces que visitás nuestros corazones, y que nosotros por distraídos no terminamos de darnos cuenta.